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Fue el estadista que dijo explícitamente no al aborto. El aborto había sido una pesadilla en su propia vida. Había perdido a su madre a los cinco años. Había tenido que escapar de la guerra mundial, entre otros países, a España, había firmado la independencia de la convulsa colonia congolesa, en medio de virulentos    enfrentamientos y acusaciones de crueldad a un antepasado suyo. Coronado a los veinte años, le llamaban el rey triste hasta que, a los treinta, se casó con la mujer que le devolvió la sonrisa. Las fotografías de la época dan fe de su imposibilidad de sonreír y, cuando al fin se le vio radiante, los partos de su esposa sucumbían, uno tras otro, al dolor de cinco abortos. No es que el dolor de un rey sea, ni más dolor ni más importante que el sufrimiento de un sin techo, una niña violada o la muerte en la soledad y las sombras de un hospital, soledad y muerte que nos alcanzarán a todos pues, solos, compareceremos ante el tribunal del Señor. El rey Balduino acudió a pedir, para su futuro hijo, la bendición del papa Juan XXIII… pero no pudo ser. El dolor y el amor de ambos frustrados padres otorgó profundidad al sentimiento que volcaron en el pueblo belga. Balduino no quiso para sus súbditos la misma ausencia que padecía él, se negó a poner su firma en la Ley que autorizaba el aborto legal. Sabía, por experiencia    propia, no solo que los regalos de Dios no se pueden rechazar, sabía que, si el Señor le había dado una esposa que le devolvió la sonrisa y le negaba los hijos que hubieran consagrado su felicidad también le daría la gracia de vivirlo todo, con alegría, por Él.