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No es la primera vez que escribo una crónica sin citar su nombre: no me merece siquiera la pena. Es un tsunami constante dentro del Gobierno. Ha impulsado una ley trans que nadie quiere suscribir en los términos desastrosamente antijurídicos que su Departamento ministerial ha redactado. Su empecinamiento en sacar adelante ‘su' ley choca con la opinión de los especialistas, médicos y psicólogos sobre todo. Y de sus propios coaligados. Ha generado una crisis interna que es ya la de mayor calado en el tiempo que dura la coalición, y mira que ha habido crisis en los últimos tres años.

Consiguió echar del Gobierno a la vicepresidenta primera porque su feminismo era distinto, mucho más acorde con la realidad que vive el país. Inexplicablemente, el presidente se inclinó por ella y cortó la cabeza de Carmen Calvo. Es vana, no llegó ahí por sus méritos, se cree, pobre, una nueva Pasionaria. Apenas se habla incluso con quien, valiendo mucho más que ella, debería ser en teoría su correligionaria, pero no. Está logrando que en lo peor de las redes crezca el machismo, como reacción a sus tajantes postulados de género.

Su carrera política –no tiene más– está sembrada de errores, revanchismos, abusos del contribuyente, viajes innecesarios, fallos groseros en la redacción de las leyes, gastos absurdos en campañas aún más absurdas. Es el mejor ejemplo de la política de confrontación social que no queremos.
Tiene que irse del Gobierno de España. Ahí no cabe alguien como ella. A ver quién nos explica cuál es la fuente de su permanencia en un Ejecutivo en el que el noventa por ciento de sus compañeros la aborrece o la desprecia. Ni siquiera es necesaria para que Pedro Sánchez siga en La Moncloa: hay otra gente mejor. Sus seguidores, cada día menos, alzan las cejas al hablar de ella: demasiado conflicto en el peor sentido de este concepto. Que se marche, que la echen. Es un clamor.