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Hace un par de noches, Vicente Vallés, en el informativo de Antena 3, encadenó una serie de declaraciones de ministras y asimiladas, donde todas coincidían en señalar un mismo sufrimiento: se están dejando la piel. Hacía tiempo que no vislumbraba semejante uniformidad, como si las asistentes a ese clan de Podemos, denominado pomposamente ‘Universidad de Otoño', les uniera un objetivo luchador, donde para que nosotros seamos felices «se están dejando la piel». Algunas de ellas, con evidente comprobación de que tienen la cara muy dura, no creo que les afecte a la piel del rostro.

He conocido a un par de generaciones de mujeres que se dejaban la piel –literalmente, no como metáfora– en los lavaderos públicos y en las orillas de los riachuelos. (Me contaba mi madre que, en invierno, las orillas del arroyo, hasta donde se bajaba el balde lleno de vajillas para fregar, debido a la quietud de los márgenes se quedaba helada el agua y, antes de proceder a dejarse la piel de las manos, había que romper el hielo con una piedra). Eso era dejarse la piel, con los estropajos, con la arena, con el agua helada, y reclamo de sabañones debido a las bajas temperaturas invernales.

Observo las cuidadas manos de estas chicas, sus uñas pintadas o barnizadas con brillo transparente, y su rostro y su indumentaria, y compruebo que el esfuerzo de esas dos generaciones han dado sus frutos, y, afortunadamente, hay concejales y alcaldes hembras, y ministras, pero me hiere esa metáfora de «dejarse la piel», porque la piel se la dejaron mujeres como mi abuela, que incluso conocieron las guerras carlistas, y mujeres de la generación de mi madre que sufrieron la guerra civil y fueron capaces de tener hijos en los años de hambre de la posguerra. No sólo se dejaron la piel, sino que se dejaron sus vidas y, encima, sacaron el tiempo que no tenían para hacernos felices.