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Hará unos treinta años, un grupo de amigos, todos mallorquines de clase media, trabajadores, con cierto buen pasar económico, idearon su propio plan de pensiones de cara a la vejez: destinaron sus ahorros a edificar viviendas en cuya propiedad participan en función de sus posibilidades, para inmediatamente alquilarlas. Con los alquileres pagan la construcción de nuevas viviendas, de manera que el proyecto se ha ido financiando sólo. Uno de los promotores, especialista en el mundo inmobiliario, se dedica a la gestión del negocio, por lo que lógicamente recibe una retribución. No son fondos buitre, no son banqueros que controlan el negocio desde Wall Street, no son multimillonarios especuladores; es gente como usted y como yo que, dado que la renta fija y la variable en España presentan muchas incertidumbres, optaron por crear esta hucha para el futuro.

Este tipo de iniciativas son muy frecuentes en todo el mundo y especialmente en Mallorca: consiste en usar los bienes inmuebles como una forma de ahorro. Lo que estos amigos estaban haciendo era garantizarse una jubilación con seguridad, dado que son tantas las veces que nuestros políticos nos aseguran que las pensiones están garantizadas, que todos dudamos. La ventaja de esta forma de operar colectivamente es que pueden pagar a profesionales que entienden cómo van las cosas y previenen los problemas más habituales. En estos años deben de haber puesto en el mercado, sobre todo en Palma y su área de influencia, unos cuatrocientos pisos, pero también el grupo de amigos ha ido creciendo en número.

Sin embargo, si bien nunca ser promotor había sido sencillo, desde hace unos años se está volviendo imposible.

En primer lugar porque en Mallorca cada vez hay menos suelo disponible, lo que lo encarece a niveles impensables. Los políticos olvidan que si aumenta la población y se destina una parte importante del parque inmobiliario al turismo, tiene que haber más suelo para edificar.

Segundo, porque los ayuntamientos aplican unas restricciones completamente ridículas a la edificación. En Palma, entre dos edificios de seis pisos es normal que no se pueda edificar más de tres alturas, como si eso tuviera algún valor ambiental.

Tercero, porque los planes generales suelen tener un nivel de intervencionismo extremo que prácticamente reemplaza a los arquitectos. Es muy difícil diseñar porque el legislador lo ha previsto todo, lo cual anula la creatividad e impide la adaptación a lo que el mercado demanda.

Cuarto, porque los ayuntamientos tardan año medio en conceder unas licencias que la ley dice que se han de dar en tres meses. Encima cobran por anticipado las tasas por el servicio de aprobación de la licencia, lo que da a los municipios millones de euros que tienen a su alcance durante más de un año. El promotor, en tanto, asume los costes financieros de esos retrasos que, lógicamente, en su momento repercutirán en el inquilino.

A estos obstáculos hay que añadir, por un lado, los tremendos costes de la intermediación en la compra venta que, aunque lo tengamos asumido, penalizan las operaciones y, por otro, el mal funcionamiento judicial que suele obligar al casero a emplear soluciones atípicas para los problemas que surjan.

Como si todo eso no fuera suficiente, ahora las cosas se han vuelto más difíciles aún para alquilar. Este grupo en concreto, hace dos años tiene dos edificios acabados sin poner en el mercado porque no hay manera humana de hacerlo con alguna garantía. Hasta ahora, un equipo jurídico solvente y con experiencia podía cubrir los flancos débiles de la antigua ley, pero es que con el engendro legal de Pedro Sánchez, irresponsablemente apoyado en Baleares, han tenido que contratar vigilancia jurada y dejar los edificios vacíos. ¿Quién va a alquilar si no puede subir el precio del alquiler de acuerdo con el mercado? Encima, para desahuciar a un impagador, el propietario tiene que demostrar que el inquilino puede y no quiere pagar. La carga de la prueba en manos de la víctima. El mundo al revés.

El efecto de esta ley es exactamente el contrario de lo que dicen que pretendían sus promotores: reduce la oferta de vivienda; incrementa el precio de lo poco que sigue en alquiler y, sobre todo, castiga a quien sí hace vivienda sin pedir dinero público, a quien arriesga lo suyo para conseguir un beneficio razonable. Encima, hace perder elecciones, como acabamos de ver. Todo lo cual retrata la desorientación en la que ha entrado nuestra izquierda para quien la realidad no debe distraerla de la cruzada ideológica contra los fondos buitre y otros enemigos fantásticos. ¿Alguien les dirá que son molinos y no gigantes?