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De la mañana a la noche, decenas de cadenas de televisión y radio retransmiten el desastre económico, político y social de Argentina, como si fuera el ataque a las Torres Gemelas. Hasta el periodismo en papel sobrevive gracias a estas historias recurrentes. Así, un año y otro, desde hace décadas. Ahora con el añadido de las redes sociales en manos de periodistas improvisados. Todo alineado por partidos: implacables con el rival, babosos con los propios. Los argentinos están atrapados en la crónica de su suicidio colectivo.

La gente por las calles para a los economistas que analizan por qué el dólar pasó de 60 a 1.000 pesos en cuatro años. Son celebrities. La audiencia sabe qué es el encaje bancario o el interés compuesto y conoce la definición de hiperinflación. Hay que entender para no arruinarse: el peso paga un interés del 250 anual; gastar con tarjeta de crédito es vital porque el retraso en el cargo no aplica interés; hay 54 tipos de dólar, todos más caros que el oficial. La inflación es del 13 por ciento mensual.

El país tiene un déficit brutal porque subvenciona la luz, el agua, el gas, la gasolina y el transporte público; paga jubilación a los que han cotizado y también a millones que nunca pagaron; da un salario permanente a cuatro millones de inactivos a través de organizaciones peronistas. También ingresa menos porque el ministro de Economía y candidato a presidente acaba de abolir el equivalente a nuestro impuesto de la Renta por injusto («los salarios no se deben gravar») y devuelve el IVA al que pague con tarjeta de débito. Y recuerda que le han de votar.

La inseguridad está desbocada: Rosario y el ‘gran' Buenos Aires están en manos del narcotráfico; los robos y asesinatos impunes se suceden; en la pandemia el Gobierno liberó unos diez mil delincuentes para salvarlos de la COVID de las prisiones. El país llora oyendo los testimonios de ciudadanos aterrados. Las teles entran en los funerales y entrevistan a los deudos. La policía, dicen, no acude a las llamadas porque está robando. Un libro cuenta que hay bandas de jueces que emplean a los policías como los ejecutores de los delitos. Las armas las pagan los argentinos.

El 40 por ciento del país es pobre; el 10, indigente; un jubilado cobra 85 euros mensuales; el salario mínimo es 137. Sólo trabajan en blanco 6 de los 46 millones de argentinos.

No toca culpar de nada al presidente, desaparecido desde hace meses. Él no fue. Se dice que está en China. Igual hoy regresa.

La corrupción política es inimaginable incluso para un mallorquín: la mano derecha de un gobernador descuartizó a una joven que se le resistió; otro intendente pagó 20 millones de dólares a su exmujer para separarse, pese a que declara una salario de mil euros; otro expropió una petrolera pública diciendo que «no voy a ser tan estúpido de cumplir la Ley», lo que ha provocado una condena de 16 mil millones de dólares por parte de un tribunal de Nueva York. Qué más da añadir deuda. Tras ocho ‘defaults', nadie presta dinero a Argentina. Si alguien lo hiciera, le aplicaría una prima de riesgo de 2.500 puntos. España paga 100 puntos.

No he hablado de la mafia sindical, cuyos directivos heredan los cargos y son multimillonarios. Como gobierna el peronismo, no han visto motivo para protestar, pero están listos para quemarlo todo si mañana hubiera un cambio de gobierno.

Así que Argentina va a elegir entre un ministro de Economía de irresponsabilidad cósmica, una candidata mediocre e irrelevante de una derecha dividida y ansiosa por los cargos y el favorito, que se pasea por las calles blandiendo una motosierra, dice que habla con sus perros muertos y pretende reemplazar el peso por el dólar.

Esta tragedia debe tener otras causas: no es posible que un pueblo fenomenal, culto, educado, en un país con todas las riquezas naturales posibles, viviendo en democracia, se haya autodestruido así. Y que no atine a enderezar el rumbo.

Las creencias colectivas, esas que se siembran inconscientemente, son capaces de hundirnos incluso cuando se tiene todo para triunfar. Pensar que el estado nos va a ayudar a todos todo el tiempo, que lo colectivo no es de nadie, que el que no roba es tonto, que no hay por qué tener principios, o que admirar y elogiar al más pillo no tiene consecuencias da este resultado. La crisis argentina nace de una profunda pérdida de valores y del cinismo colectivo. Argentina superará esta inflación, pero nunca sobrevivirá a que (casi) todos sean pillos. Quizás la única salida sea disolverse: que emigren todos –en lo cual ya están–, hagan del país una reserva natural, y esperemos unos siglos a repoblar el territorio.