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Aunque parezca increíble, y hasta un poco inmoral, hubo un tiempo no muy lejano en el que los novelistas, ensayistas y articulistas no siempre escribían textos de autoayuda, cargados de consignas y lemas sociológicos o psicológicos. Había bastantes escritores que no sermoneaban, no estaban en posesión de la verdad, no se quejaban, no profetizaban, no se indignaban ni se solidarizaban, nunca peroraban sobre el yo (el suyo), no señalaban el camino, no lanzaban continuas alarmas igual que si fuesen ambulancias o vehículos policiales, no le decían al lector lo que tenía que hacer con su vida. Al parecer aquellos depravados se tomaban las cosas como venían, una palabra detrás de otra, y su única intención era llenar la página lo mejor posible, no aleccionarnos ni salvar al mundo.

Tampoco impartir autoayuda, a fin de hacernos más sensatos, empáticos y responsables. Ignoro cuándo toda la literatura de ficción (toda es de ficción, incluidos el ensayo, el periodismo y los relatos políticos) se volvió muy edificante y moralizante, de autoayuda. Es decir, literatura patológica. Hasta los thrillers deben ser crítica social, y los detectives, psicólogos forenses. No paran de predicar acerca del bien y del mal, lo correcto y lo incorrecto. Quizá sea una patología de desarrollo lento porque no te enteras hasta que lees algo con más de un siglo y te sorprendes de la despreocupación de aquellos autores por el mensaje moral. Sólo querían entretenernos, no hacernos mejores según el esquema clásico de los manuales de autoayuda. Que en forma de autoficción vendría a ser así. «Yo era un capullo, pero tras grandes esfuerzos y padecimientos, sin rendirme nunca y tras un descubrimiento extraordinario, ahora me he encontrado a mí mismo y soy menos capullo». El descubrimiento era que, pese a ser un capullo, no estaba solo. Había muchos más, a los que se puede ayudar a crear un mundo más justo. Lo contrario del Lazarillo, por ejemplo, prohibido por la Inquisición. Y sin embargo, aunque ahora no hay Inquisición, soportamos más textos piadosos que entonces. Sermones, quejas y profecías son las variantes de esta literatura patológica. Bueno, siempre nos quedarán los escritores muertos.