Tuve una vez una casa en las afueras donde había un diminuto cuarto de baño, de unos 2,56 metros cuadrados aproximadamente, con inodoro, lavabo y espejo, donde el espacio-tiempo no respetaba las leyes básicas del universo, la gravedad oscilaba como un péndulo según pautas desconocidas, y el tiempo, siempre que la puerta estuviese cerrada, transcurría más lento que en el exterior. Cuánto más lento no logré averiguarlo, y eso que sentado en la taza llené una libreta de ecuaciones. Intuyo que también se trataba de magnitudes variables, probabilísticas y hasta azarosas. La luz tardaba una fracción de segundo en alumbrar, al ser también su velocidad más lenta, y si al lavarte las manos te mirabas al espejo, el reflejo se demoraba levemente, tu cara tardaba más de la cuenta en aparecer, por lo que durante un instante te sentías como un vampiro sin reflejo. Para mis adentros llamé a aquel cuartucho el retrete cuántico, y al principio lo visitaba a menudo a fin de comprobar si levitaba hasta el techo en un momento de gravedad descendente, pero no me atrevía a estar mucho rato (que en tiempo del exterior sería muchísimo) por si pillaba un brusco incremento gravitatorio, y mi propio peso me espachurraba en el suelo igual que un cachalote varado en la playa.
El retrete cuántico
Palma04/12/23 0:29
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