En los primeros meses de la Barcelona revolucionaria, un viejo sacerdote mallorquín se negó a abandonar el oficio. El padre Bartomeu se paseaba vestido de campesino y repartía confesiones y comuniones en las narices de los milicianos. Se sentaba en plena plaza Catalunya, el lugar más peligroso del mundo para un clérigo, a dar de comer a las palomas y los católicos pasaban uno tras otro. Luego seguía con su ruta para asistir a religiosos escondidos en pisos. Así fue durante cuatro meses hasta que en un registro le encontraron un paquete de hostias en el bolsillo.
–¡Usted es cura!
–Sacerdote y jesuita –contestó el anciano.
–Bueno, ahora suponga que le ponemos en libertad. ¿Qué hará usted?
–Pues lo mismo. Yo no sé hacer otro oficio, y a los 73 años no voy a aprender otro.
Bartomeu Arbona Estades era de Sóller y fue asesinado el 30 de noviembre de 1936. Ha pasado a la historia por su valentía en los días de masacres incontroladas del inicio de la Guerra Civil. El historiador Antonio Montero dice que es «uno de los más infatigables ministros del Señor en la Barcelona roja». Sus superiores le ofrecieron escapar varias veces y siempre se negó. El historiador jesuita Nicolau Pons afirma que «estaba obsesionado con la idea del martirio» y reproduce sus palabras unos días antes de morir: «¡Es nuestra hora! Los buenos soldados de Cristo no huyen, luchan. ¡Cobardes! Hay que trabajar. ¿Qué hacía Jesucristo? Descalzo por el mundo, trabajaba hasta fatigarse. ¿Escondido en un rincón? ¡Nunca! Hay que hacer frente a los malos tiempos».
En los primeros dos meses más de 600 religiosos cayeron solo en Barcelona, así que el obispo anuló las misas clandestinas. El padre Bartomeu le contestó por carta que abandonar a los fieles era una «cobardía inexplicable» y siguió con su oficio, recorriendo calles y plazas. Adoptó la estética de un hombre mayor medio trastornado y pasaron a llamarle ‘l'avi Bartomeu'.
El 29 de noviembre lo trasladaron a la temible checa de Sant Elies, el sótano de una parroquia de Sarrià convertida en cámara de tortura. Nunca más le volvieron a ver.
En Sóller le recordaron durante la dictadura como caído por Dios y por España. Junto a su nombre, aparecían dos religiosos más del municipio asesinados en la guerra: Francesc Frontera Bernat y Pau Noguera Trías.
El mejor homenaje lo realizó el jesuita mallorquín Nicolau Pons con un libro titulado Jesuïtes mallorquins víctimes de la Guerra Civil (Lleonard Muntaner, 1994). En él aparece la historia de ‘l'avi Bartomeu' y cinco más: Pere Gelabert Amer, Josep Sampol Escalas, Josep Ferran Ferragut Sbert, Joan Rovira Orlandis y Pere Miró de Mesa.
También cuenta cómo otros dos mallorquines se salvaron milagrosamente: el padre Josep Murall, que llegó a ser fusilado y su cuerpo abandonado, pero se curó milagrosamente y fue director de Montesión en la posguerra. Y el mallorquín Joan Perelló, obispo de Vic, que consiguió escapar en barco y llegar a Mallorca.
Sabemos que en total fueron asesinados más de 80 religiosos baleares, entre ellos, cinco monjas. A uno de los sacerdotes, Jeroni Alomar, lo mataron los mismos fascistas mallorquines. En total, durante la guerra cayeron 6.832 religiosos.
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El anticlericalismo y la revolución social fueron dos caras de la misma moneda. Aquella moneda que animaba a las masas proletarias a llevar a cabo una limpieza ideológica de lo que se consideraba un pilar del sistema anterior. Fascismo y Vaticano eran la misma cosa para el Socialista. Lo que la guerra hizo fue introducir el contexto propicio para llevar a cabo esta lógica de odio de forma extrema y continuada.