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En el clásico Mujercitas, un tal profesor Bhaer, intelectual alemán muy soso, a la vista del empeño de la protagonista Jo March en dedicarse a la escritura, le recomienda que si quiere ser una escritora seria, escriba sólo de lo que sabe y conoce bien. Mal consejo, que naturalmente tuvo mucho éxito, y todavía repiten hoy en día profesores, escritores y hasta periodistas. Se da por sentado que hay que escribir de lo que se sabe, siendo así que en la práctica sucede lo contrario. Cuanto menos sepas de qué estás hablando, mejor te saldrá el relato. No hay más que ver el éxito de las novelas policíacas, históricas o de ciencia ficción, redactadas por escritores y escritoras que jamás han visto un asesino, ni frecuentado los bajos fondos, ni estado en la escena del crimen, ni mucho menos tienen la menor idea de cómo hablaba un centurión romano, o un oficial napoleónico. Y desde luego, lo ignoran todo acerca de naves interestelares, galaxias lejanas y la curvatura del espaciotiempo. Lo mismo pasa con las novelas románticas y amorosas; cuanto menos sepas del amor humano, mejor para la literatura. Saber demasiado, lo digo en serio, impide escribir bien incluso en autobiografías y periodismo. Te contradices, dudas, no te cabe el texto en el texto, todo se desordena. La imaginación no levanta el vuelo, la ficción se resiente, los adverbios lo invaden todo. Ni siquiera Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, hizo caso del soso profesor Bhaer, y tras su obra maestra se dedicó con pseudónimo a las novelas góticas, sensacionalistas, de aventuras, romances y venganzas. Por dinero. Ejemplo que sí han seguido muchos escritores y comentaristas. Escribir o hablar de lo que no sabes, al principio da un poco de vergüenza, pero enseguida se te pasa. Curas hablando de sexo, o tíos pontificando cómo son las mujeres. Asuntos de los que no tienen ni puta idea. Y ahora que caigo, esto es válido para casi todas las actividades, porque si sólo hiciesen algo los que saben hacerlo, no podríamos hacer nada y el mundo colapsaría. Yo nunca quise ser un escritor serio, pero sí lograr un párrafo tan serio como la gabardina que llevaba Richard Burton en El espía que surgió del frío. Y nada.