Asistimos a la máxima degradación del debate público, y lo más preocupante es que la sociedad está anestesiada y engulle sin reflexión ni crítica. El principal argumento en la esfera política para escurrir la culpa evoca la pueril posición de acusar al otro de hacer lo mismo que uno, aunque con ello admita la responsabilidad de una actuación inmoral o incluso ilegal. Si otros lo hacen, tengo la excusa. El ‘y tú también' o ‘y tú más' ataca y elude la defensa intentando focalizar en el otro la propia falta. Hay otro escalón y es el de la justificación sin límites de los colegas, sin evaluación objetiva y con negación de torpeza o maldad. Si son de mi pandi, lo que hagan está bien, aunque sea repugnante. No hay lugar para la reprobación, ni siquiera la discrepancia, porque ser secuaz conlleva aplauso y ser lacayo pleitesía, no me excluyan de la fiesta.
El Congreso parece un patio de colegio, con perdón hacia los escolares que aplican más lógica y honestidad. No hay excepción por color; todos enaltecen al que grita y manda y se adhieren con fervor ciego a sus siglas, sabiendo que sólo su fanatismo partidista garantiza mantener el salario público sin oposición -con doble sentido: sin competencia y sin haber ganado un proceso selectivo- y con el jugoso sobresueldo de las dietas.
El último y bochornoso espectáculo parlamentario ha desencadenado un cruce de reproches que difumina la responsabilidad propia en el caso de un robo colosal. En plena pandemia, algunos sujetos indecentes se aprovecharon de la excepcionalidad que parecía sumir al mundo en un apocalipsis. Son incalculables los millones de euros que se han embolsado impresentables oportunistas en comisiones que parecen calderilla a juzgar por la desfachatez con que hablan de cifras. Se presentaron como salvadores siendo ladrones de guante blanco. Engañadas o presuntamente cómplices, las administraciones públicas les llenaron los bolsillos de dinero ajeno.
El caso Koldo es el gran ejemplo de la deriva, con tufo a fraude y malversación. Con Ábalos defenestrado, pero sin dimitir, no pierda remuneración y aforamiento, con tantos altos cargos salpicados que se pierde la cuenta. Y antes fueron Luis Medina y Luceño, y luego Alberto González, novio de Ayuso. Y otros, con un denominador común: el enriquecimiento desmedido, que la justicia dirá si fue ilegal, pero con evidencia de inmoralidad al sacar beneficio en contexto de pánico por mediar a tarifa millonaria. La UCO ha desvelado que un intermediario de la ‘trama Koldo' ingresó 10 millones y sólo gastó 5.475 euros en mascarillas. La justicia decidirá si los negocios usureros con comisiones indecentes han tenido la connivencia de políticos, que firmaron ingentes desembolsos para compras de material, alguno defectuoso e inservible. Como los millones de mascarillas que duermen en un almacén de Mallorca.
Es necesario que la sociedad despierte y exija persecución y castigo para el forrado, pero también para el gestor que permite el despilfarro y teje una cortina de humo señalando al contrario. Pero aquí no pasa nada.
1 comentario
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Ha sido terapéutico leer su artículo!!! El problema es que la clase política se ha convertido en una casta de intocables donde ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Crean leyes a su medida o las derogan cuando les molestan. La casta política ha creado una forma de vida privilegiada para unos cuantos pocos elegidos (aquellos que, en general, se afiliaron de jóvenes al partido de turno) y han ido haciendo carrera política escalando posiciones y cobrando suculentos y desorbitados sueldos (pagados con nuestro dinero) que les permite tener un nivel de vida estratosférico y una vida padre.