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Dos preguntas radicales han sido registradas en la historia de la humanidad: la primera, en el inicio de ella, dirigida al hombre, verbalizada en el jardín del Edén y la segunda, hace dos mil años, dirigida a Dios, verbalizada en el monte de las calaveras. Cuenta la Biblia, en su primer libro, que Dios preguntó a Adán: «Ay·yek·k h» que, en hebreo, significa: «¿Dónde estás?».

El papa alemán Benedicto XVI visitó un campo de concentración nazi y allí se preguntó: «¿Dónde estaba Dios en aquellos días?». Su pregunta era perfecto reflejo de la que oyó un prisionero el día en que se procedía a ejecutar a dos adultos y un niño; cuando se iba a ahorcar al pequeño oyó decir, en voz baja, a quien le estaba detrás: «¿Dónde está Dios?». Lo cuenta Elie Wiesel, un superviviente del campo que fue premio Nobel de la Paz en 1986, el mismo que testifica que desde su corazón oyó una voz que decía: «Ahí está, está colgado ahí, de esa horca».

Si la pregunta de Benedicto era reflejo de la transmitida por Wiesel, ¿no era ésta reflejo de la pronunciada por quien, colgado en la cruz, cuando preguntó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». ¿Qué opinar? Jerzy Kroczowski, también él prisionero en Auschwitz, dijo: «Dios, aunque no te entiendo, te amo». ¿Se expresó desde la lógica? Se expresó desde la fe.