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Lo que comúnmente se entiende por hacer números solamente me gustó durante los años de infancia. Los números y las letras me atraían por igual, porque aprender a manejarlos a ambos era como un juego. Se me daba bien. Sin embargo, ya en mi edad adulta, lo de los números se torció bastante. Dejaron de gustarme. Y aquello supuso el abandono en favor de las letras. Dónde vas a parar. No me va lo de la exactitud. Y no me va en ningún sentido. Prefiero improvisar y que las cosas vayan saliendo a su manera sin control. Lo de que las cosas tengan que cuadrar -como la contabilidad- no es para mí. Me encantan las sobras, los flecos, los excedentes. Y esto es un mal asunto cuando se trata de hacer recuentos o de llevar al día el debe y el haber. Me aburro. Reconozco que todo me habría ido mucho mejor en la vida si la atracción por los números se acercara mínimamente a la que ejercen en mí las letras. Pero las cosas son como son. Una no las elige. Y, además, cuando me pongo a hacer números en serio, siempre me deprimo. Mi libreta de ahorros nunca me ha dado ni una alegría. Todo lo contrario. Abrirla y hojearla siempre ha sido una tortura. Es ridícula, la pobre. Muy desabrida. Lo mejor que puedo hacer es dejarla en el cajón y no manosearla demasiado. Esta semana se me ocurrió un ejercicio masoquista del que aún no me he repuesto. Intenté calcular cuántos artículos debería escribir al mes para ganar lo que gana un diputado. Pues bien, el cálculo me dio 180. ¡Ciento ochenta artículos mensuales! Lo que, a su vez, arroja una cifra de 6 artículos diarios, algo del todo imposible de llevar a cabo. No se pueden escribir y publicar seis artículos diarios sin perecer en el intento. No creo que los diputados tengan un oficio tan duro. Estoy por pensar que lo de los diputados no es de este mundo, la verdad. Menudo relax. Y ahora les dejo, que tengo que escribir…