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Con la Iglesia hemos topado. No estoy más indignada porque no se puede. Tanto que comprendo bien a aquellos bestias que hace ochenta años se liaron a quemar iglesias para acabar con el problema desde los cimientos. El consuelo es que a esa institución enferma y envenenada le quedan tres telediarios y de aquí a cien años solo estará en los fondos museísticos como un gran emblema del pasado que ha quedado atrás. Siglos de torturas, manipulación, latrocinio, perversión, abusos y crímenes quedarán algún día superados. Pero no porque ellos hayan hecho el más mínimo esfuerzo, todo lo contrario. Aún dicen las cosas con la boca pequeña, guardan el cepillo a buen recaudo y miran para otro lado. Ya están fuera de los centros educativos, hospitalarios y residencias de ancianos. Apenas les quedan la caridad y las misiones. Y las ceremonias para hacer bonito o para despedirse de esta vida. En plenísima decadencia, en caída libre hacia el olvido, pero aún con un inmenso poder y una más inmensa todavía fortuna, tendrá que ser el Estado quien se haga cargo de indemnizar a sus víctimas. Es decir, yo, y usted y cada contribuyente de este país, millones de ciudadanos que jamás le hemos puesto la mano encima a nadie y mucho menos hemos vejado, toqueteado o violado. Será nuestro dinero el que cubra la deuda moral que tienen ellos, los cientos, miles, de sacerdotes y frailes podridos que han hecho realidad sus deseos más abyectos desde hace siglos. Con niños. Con niñas. Con mujeres. En fin, otra patochada más del Gobierno. Cubrirle las espaldas al culpable. No vaya a ser que se ofenda. En vez de cortarle el grifo de inmediato y hacer, de verdad, de este un país laico. Y cada palo que aguante su vela.