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Que el mundo ha cambiado muchísimo en las últimas décadas es algo que sabemos todos. La irrupción de lo digital nos ha transformado la vida, pero hay cosas más allá de las que apenas somos conscientes. Hace tres lustros, cuando la crisis de las hipotecas basura norteamericanas sacudió el planeta, destruyendo la economía de todos, conocimos a la prima de riesgo y nos habituamos a hablar de ella como si fuera una pariente lejana de la que nos preocupaba su salud. Ese evento financiero masivo trastornó la existencia de millones de personas y, aunque muchos creamos que a nosotros no nos pegó de lleno, sí lo que lo hizo. Porque cambiaron los actores sobre el escenario económico mundial.

En aquellos meses convulsos nos acostumbramos también a oír hablar de «los mercados», una figura opaca que parecía mover todos los hilos desde detrás del telón. No han hecho más que crecer desde entonces. De forma aterradora. Tanto, que es posible que quien te cobra la hipoteca sea, en realidad, uno de esos fondos de inversión al que tu banco de toda la vida le ha vendido un paquetito de deudas. También están detrás de gran parte de lo que comes, por no decir casi todo. Y ahora sabemos que son dueños de las canciones que escuchamos.

Ya no pertenecen a los artistas que las compusieron ni a los cantantes que las interpretan. Se compran, se venden, se poseen. El mundo ya no es de las personas, ni siquiera de las naciones, es propiedad de grandes, inmensos, fondos de inversión que no tienen rostro, solo avidez por ganar dinero. Al precio que sea. Ahora que los políticos claman por aumentar el arsenal mundial, habría que preguntarse, en realidad, a quién benefician estos movimientos siniestros.