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Hace años que se prohibió el alquiler turístico en Mallorca (con algunas excepciones) y ya entonces escribí mi percepción sobre este asunto. Hoy el tema de moda es la saturación (causa risa cómo las masas se mueven en una dirección o en otra a rebufo del dictado de quién sabe qué) y, por arte de birlibirloque, el alcalde de Palma se saca de la manga una serie de medidas que, a su entender, contribuirán a desinflar la sensación de masificación que sufren los palmesanos. La medida lógica y elemental es, por supuesto, reducir a la mitad el número de plazas hoteleras, pero eso está muy lejos de los intereses de quienes, en realidad, gobiernan estas islas. Por eso, como era de prever, el alcalde pepero ha dirigido el dedo acusador a todos los sectores que hacen pupa al fabuloso negocio hotelero: coches de alquiler, cruceros y apartamentos turísticos. Así, quien manda en Palma se deshace de un plumazo de toda la competencia que desde hace unos años le duele al sacrosanto sector hotelero. Recuerdo que hace tiempo publicamos un reportaje sobre lo curioso que resultaba que siendo Mallorca una isla que recibe millones de turistas al año, en cambio Palma fuera un destino turístico en la orilla. Venían turistas, claro, pero casi solo cuando salía un día nublado y en las zonas pujantes se descartaba el plan de playa. Años después, la apertura de la capital a la instalación de decenas de hoteles ha provocado que se haya convertido en un destino predilecto por sí misma. Muchos se felicitaban, el dinero corría a mares, la oferta complementaria se multiplicaba, llegaban miles de nuevos residentes y el ayuntamiento se inflaba a cobrar impuestos. Quizá nadie pensó que eso traería también consecuencias nefastas.