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Hace unas semanas, me crucé con la vecina de arriba en las escaleras de mi casa. Me dijo que iba a vender el piso. Cuestiones familiares le obligaban a volver a su pueblo. Recuerdo que le dije que lo sentía. Siempre se lamenta perder a un vecino del piso que tienes encima que no baila claqué por la noche ni cambia la ubicación de los muebles cada semana.

Unos días después, me volví a encontrar con la vecina a la entrada del edificio. Su rostro resplandecía. Me dijo que el mismo día que la inmobiliaria había puesto el piso a la venta, ese mismo día se había vendido. Una pareja de alemanes habían sido los primeros en visitarlo y antes de terminar de verlo ya habían dado el sí quiero a la propiedad. Hasta ahí todo normal, si no fuera porque había vendido el piso por el doble de lo que le había costado cinco años antes. También me advirtió de que podía haber pedido mucho más dinero y con toda seguridad se lo hubieran dado. En la inmobiliaria le habían dicho que si no tuviera prisa, podía llegar a venderlo por tres veces más de lo que le había costado. Pero ella estaba satisfecha de haber duplicado su inversión en tan poco tiempo. Lo definió como el negocio de su vida.

La semana pasada, Palma vivió una manifestación histórica. Bajo el lema Mallorca no es ven, miles de personas salieron a la calle para denunciar la saturación turística y la emergencia habitacional que se vive en la Isla. Detrás de una de las pancartas iba mi vecina a la que saludé de lejos. Tengo que reconocer que en un primer momento me alegró verla en la manifestación. Minutos más tarde, pensé que el derecho a manifestarse debería implicar la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Tal vez, el lema de la pancarta que abría la manifestación tenía que haber sido Mallorca es ven y, de paso, preguntar quién la vende.