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Supongo que la mayoría de nosotros conoce a alguien que ha fumado porros desde la adolescencia y lo hace de forma habitual durante décadas. Todos sabemos cómo está el cerebro, la atención, la inteligencia y la actitud de esas personas. Algo así como los pulmones del que ha fumado desde los catorce años. La visión hippy flower de la vida está muy bien, ojalá todos fuéramos libres para hacer lo que nos da la gana, viajar por el mundo, disfrutar de la paz y la buena compañía, cantar y bailar canciones felices y creer en el amor. Luego está la realidad, esa tan tozuda, que nos dice que hay límites en todas partes, aunque no queramos verlos. Algunos nos los impone la propia naturaleza, otros la legislación y muchos la sociedad, la familia, nosotros mismos.

El deterioro de un drogadicto es algo evidente, en muchos sentidos, y creo que ningún médico que sepa del tema lo negaría ni lo minimizaría jamás. Por eso dar vía libre a las drogas conlleva sus riesgos. Quizá sea más práctico que mantenerlas en el submundo de lo ilegal, porque el Estado se lleva sus impuestos, la higiene se garantiza y la gente no tiene que buscarse la vida de forma indigna para meterse por la nariz, la boca o las venas la mierda que desee. Pero hay que hacerlo con cabeza. Por eso en Alemania ya han dado pasos atrás. El 1 de abril se abrieron las compuertas al consumo recreativo de cannabis y al cultivo de marihuana y los porretas del país aplaudieron con las orejas. Solo han pasado dos meses y el incremento de accidentes de tráfico con emporrados al volante ha hecho saltar las alarmas. ¿Qué se esperaban? El Parlamento ha tenido que legislar nuevos límites para que la fiesta cannábica no acabe en el hospital o en la morgue.