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Se cumplen 88 años -toda una larga vida- del golpe de Estado que dio inicio a la Guerra Civil española. En casi cualquier otro lugar del mundo la efeméride serviría para rememorar y rendir tributo a las víctimas de ambos bandos y para refrendar los valores de convivencia, tolerancia y pluralidad propios de nuestra democracia. En España, por desgracia, eso no ocurre. Nadie en su sano juicio concebiría, en cambio, que un siglo después de la Guerra de Secesión norteamericana los descendientes de confederados y unionistas hubieran convertido aquel episodio histórico en el centro de su actualidad política, o que Kennedy perdiera un minuto de su tiempo en articular un discurso para demonizar al general Lee.

Lamentablemente, la necesidad de reescribir la historia de nuestra contienda y volver a contarla en términos de buenos y malos nos aproxima a la época franquista. Los españoles vivimos en un permanente péndulo, y comienza a ser hora de pasar página con todas sus consecuencias, incluyendo el perdón y también el olvido, que resulta imprescindible para mirar adelante.

Mientras el debate político se desvíe a cuestiones como determinar quiénes eran peores asesinos, si los que acribillaron cobardemente a Aurora Picornell o los que, comandados por el marido de ésta, Heriberto Quiñones, hicieron lo mismo a los cautivos del buque-prisión Atlante en el puerto de Maó, las energías de nuestra sociedad se seguirán malgastando en vano.

Otro 18 de julio, pero de 1938, el presidente de la II República, Manuel Azaña, dejó, en una locución pronunciada en Barcelona, bien asentados los fundamentos de nuestra reconciliación nacional, que aún habría de esperar 40 años. Hoy está más vigente que nunca su «Paz, piedad y perdón».

El enésimo sainete de Vox puede acabar con los últimos restos de credibilidad -si es que aún quedaba alguno- de esta anomalía política, alentada por la izquierda, que es el partido ultra. Si, a las memeces de Abascal y a su nulo sentido de Estado, le unimos su integración, junto con las huestes de Le Pen, en el grupo europeo que capitanea el mejor amigo de Vladímir Putin en la UE, el húngaro Viktor Orbán, comienza a resultar muy claro para qué intereses trabaja el populismo extremo -a derecha e izquierda- en Europa. Mientras Meloni modera su discurso y, sin renunciar a sus convicciones, se acerca a la lógica europeísta, Vox se entrega en brazos de quienes, literalmente, quieren acabar con una Europa fuerte y democrática.

En Balears solemos ser distintos -será el mar-, y aquí no está tan claro que el órdago de Abascal sea seguido por sus representantes en las instituciones, o que sea secundado, al menos, por todos ellos.

Siempre pensé que la división interna existente entre los diputados mallorquines de Vox y los empeltats era mucho más profunda de lo que aparentaba. Si Cañadas decide acatar las órdenes de Madrid y romper definitivamente con el PP, puede que se encuentre al final comandando una escuadra, que los que hicimos la mili sabemos que está conformada por cuatro soldados y un cabo. Quizás menos.

Percibo un enorme distanciamiento personal y político de diputados como Idoia Ribas, Agustí Buades o Sergio Rodríguez de esta línea radical y descerebrada. Veremos, porque con Vox nunca se sabe.