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Durante las campañas electorales sale a relucir lo peor de cada casa. La guerra por arañar un voto anima a los candidatos a soltar la burrada más grande y a sus oponentes, a ser creativos con una respuesta aún más asquerosa. Los americanos, que durante décadas han sido pioneros en casi todo, parece que quieren volver a las cavernas. Si ya de entrada desde la perspectiva europea nos resultan todos excesivamente conservadores –tanto amor a la bandera, al himno, a la Iglesia–, en esta carrera hacia la Casa Blanca están saliendo a flote los sesgos más machistas y rancios de la América profunda. Y sin complejos, oye. Después de forzar a Joe Biden a echarse a un lado –incluso los suyos lo han hecho, qué feo–, el candidato Trump ha visto el campo abonado para machacar a su rival: Kamala Harris. Para él, lo tiene todo: es mujer, negra (o algo así) y, lo más rastrero, ¡no tiene hijos! Un debate, el de la concatenación de mujer y madre en un solo bloque, que parecía superado hace cincuenta años. Recordemos aquellos festivales hippies en los que las chicas se desnudaban, bailaban y mantenían sexo libre con cualquiera que les hiciera tilín… ¿dónde ha quedado esa libertad, ese hacer lo que te dé la gana sin prejuicios, sin juicios y sin consecuencias? Pasó a mejor vida, está claro. Ahora lo que mola es el revival, vuelta al pasado más gris, cuando los machos dominaban la Tierra y las hembras les servían como incubadoras para su progenie. En exclusiva, por supuesto. Aún tengo esperanzas en esa gran nación y confío en que la pandilla de supremacistas blancos, machos dominantes, padres de familia numerosa, ultrarreligiosos, ricos y rancios hasta la náusea, sean barridos por mujeres libres de todos los colores.