Estaba en las fiestas de Llubí, en la plaza de toda la vida, con el paperí blanco en señal de alegría. Había saludado a algunos viejos conocidos, a los amigos de siempre. Escuchaba la música que pretendía ser un homenaje al grupo ABBA, las canciones que nos acompañan.
Junto a mí, a unos pocos metros de distancia, aunque nos separasen mundos, una niña contemplaba su bola enorme de algodón de azúcar color de rosa. La miraba con satisfacción, deseo y ganas, como si sostuviera en la mano un tesoro. Enganchó con los dedos un pedacito pequeño, pegajoso y frágil e inmediatamente se le iluminaron los ojos. En ese momento, cuatro o cinco niños pequeños corrieron hacia ella. Parecían polluelos tras la gallina que les dará sustento. Se acercaron sin temores ni timideces. Corrían con una naturalidad que despertó mi asombro. Debe de ser que les contemplaba con mirada de adulta, incapaz de pedir nada sin algo de vergüenza.
La niña les sonrió al verles e inclinó un poquito la bola de azúcar hacia ellos. Todo transcurría sin grandes alborotos. Un chiquillo de pelo rizado alargó la mano para embadurnársela de azúcar. El manjar se desplazó directamente de su palma a sus labios, una niña delgadita hizo lo mismo. Así uno tras otro fueron deshilando la madeja de azúcar rosa. Mientras comían, sus risas se mezclaban con la música. Compartieron el dulce con entusiasmo.
Como en un juego, aparecían nuevos niños para tomar su ración de azúcar. Formaron un círculo, ajenos a cuanto les rodeaba: el escenario y las actuaciones musicales, el público reunido y mi mirada curiosa. Entonces supe que aquella era una escena feliz.
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Esa es la clase de felicidad, la verdadera, la de las pequeñas cosas, la cotidiana, que esta sociedad nos está robando a nosotros, y ocultando a los que vienen...