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Existen dos detalles inequívocos que indican que el verano ha terminado. Y no me refiero al cambio de tiempo. Para mí, el verano finaliza cuando dejan de programar la serie Colombo en la tele y cuando Enrique Lázaro vuelve a ilustrarnos con su artículo diario. Este año, mis vacaciones coincidieron con la última quincena de agosto y he regresado peor que cuando me marché. Admiro a las personas que regresan con las pilas cargadas. Yo soy incapaz. La vuelta viene acompañada de una crisis profunda que solo suaviza el regreso de la Champions. El último día antes de pisar otra vez el periódico y contraviniendo mi propio credo fui a la playa. Sí. A la de arena y mar salada. A esa. Fue apocalíptico. Regresé como una gamba, con dos kilos de arenilla pegados al cuerpo y pasé una noche de perros, pero eso es otra historia. De la experiencia me quedo con la actuación de un héroe anónimo, un hombre que superando todas las adversidades exhibió una valentía sin igual para correr detrás de una sombrilla que cobró vida y, ayudada por el viento, logró desenterrarse de la arena y arrasar con todo lo que encontraba a su paso. Vendedores de fruta, vendedores de gafas, vendedoras de pareos, jóvenes borrachos con resaca y adolescentes haciéndose selfis colocándose la mofeta que tienen a modo de cabello. Ese hombre corrió tras el endiablado parasol y se lanzó a por él justo antes de que alcanzara a un crío que había construido un castillo de arena más alto que el de Alaró. El aplauso fue atronador. Ese hombre podría dominar el mundo y si no lo hace es porque, como yo, termina las vacaciones agotado tras un acto de heroísmo. Llegan los atascos y el próximo parón notable será allá entre Navidad y Reyes. Queda un mundo. Al menos por esas fechas no tendré que ir a la playa y tal vez reprogramen otra vez a Colombo.