Este fin de semana he vuelto a leer a un clásico de mediados del siglo XVII. Los clásicos, aunque sean clásicos, siempre están de actualidad. Se trata de El arte de la prudencia, de Baltasar Gracián. Es un manual didáctico en el que el autor barroco analiza trescientos consejos -aforismos, los llama él-, con la intención de transmitir al lector las fórmulas y las estrategias para sobrevivir en una sociedad enfrentada, dividida y en crisis. Aunque muchos lo identificarían como un libro de autoayuda, en realidad es un libro de ayuda a los políticos y gobernantes.
Al margen del contenido moral de la obra, Gracián hace una crítica favorable de la sociedad, pero discutible y negativa de la política y de sus representantes, los políticos, a los que en ocasiones tilda de maestros en el arte del engaño. En su obra habla de la polarización social sobre la que aconseja no caer en lo chocante buscando salir de lo común. Categóricamente, afirma que en la política los extremos son dañinos y considera necedad lo que contradice el buen sentido. En el aforismo 143 sostiene: «Lo paradójico, lo chocante, produce una aparente admiración por innovador, por incitante, pero únicamente en el primer momento. Luego, cuando la gente lo piensa un poco, huye desengañada, desairada. Es como un embeleso, una confusión que en política conduce a la ruina de los gobiernos».
Para Gracián, la prudencia no solo es un arte, sino que es la única norma de conducta para obtener el triunfo en la vida cotidiana. Es evidente que hoy, en el país que fue de Gracián, sus palabras no serían escuchadas por quienes más las necesitan. Es una lástima que nuestros políticos no sean capaces de leer a los clásicos. Estoy convencido de que a nosotros nos iría mucho mejor y a ellos seguro que también. Como decía el mismo Gracián: ¡No se vive si no se sabe!
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