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Cada vez que viajamos para visitar otra ciudad lo que en realidad admiramos es el trazado urbano, los edificios, el arbolado que hace más agradables sus calles, la categoría de los comercios, las plazas, jardines y parques y todos esos rincones románticos e inesperados que nos cautivan: una fuente, una escultura, un monumento, algún vestigio arqueológico… Palma tiene algo de todo eso… aunque parece ser que en vías de extinción. Todos coincidimos en que el centro turístico –Born, Rambla, Catedral, Parc de la Mar, Passeig Sagrera– es una maravilla, obra de los antepasados de los mallorquines que quisieron y supieron embellecer lugares que años atrás no eran ni la mitad de atractivos. Debemos agradecérselo y seguir su ejemplo. Desde el final de la guerra las ciudades españolas se recuperaron como pudieron, más mal que bien, y a partir de la bonanza de los años sesenta el desarrollo ya fue completamente horroroso, destinado a llenar de pisos para obreros los barrios de los suburbios, sin pensar en otra cosa que en hacer carreteras y, más adelante, grandes almacenes, todo barato, despersonalizado y cutre.

Ante ese horror, seguimos aferrándonos al estilo humano, preciosista y acogedor de hace cien años (y anterior), cuando las ciudades eran hospitalarias y se recorrían a pie. El Ajuntament de Palma, que curiosamente comanda un arquitecto, ha decidido derribar parte de eso, de lo poco encantador que nos queda, un edificio bonito y sencillo en 31 de Desembre. ARCA dice que es obra de Gaspar Bennazar y por eso debe ser salvado, pero creo que debe ser salvado sin más. Por su belleza sencilla, por lo que representa y porque forma parte del pasado, del patrimonio, del legado de quienes ya no están.