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Las carteleras de los cines se llenan de ofertas. Se despliega un panorama de nuevas películas que nos acompañarán en los días que rodean la Navidad, ese tiempo que es un paréntesis que se alarga cada vez más, porque para muchos aún huele a verano. Sin embargo nos anuncian la Navidad a golpes de publicidad y música. Cada fiesta tiene sus bandas sonoras.

El Black Friday es el pistoletazo de salida. Todo el mundo compra pensando en los regalos de Navidad. Se han encendido las luces y el mercadillo navideño de la plaza Mayor hace días que alegra la ciudad. No hace frío, pero ya sentimos ese ambiente de fiesta.

Las películas en el cine son propias de esta época del año. El buen tiempo nos invita a las terrazas y el mar. Sin embargo, en invierno nos apetece el ritual de las colas en la taquilla, las palomitas, las películas. Las salas nos acogen con amabilidad.

Ahora, cuando los días son tan cortitos, salimos fuera de casa, pero siempre deseamos regresar. Los días breves nos animan a buscar el calor del hogar, si tenemos la suerte de tener un hogar, con libros y sofás, con una nevera llena y compañía.

Nos preparamos para la Navidad, mientras resuena en nuestros oídos la catástrofe de Valencia, las guerras incomprensibles, el desconcierto. Por eso es tan importante la familia: es el único salvavidas ante la intemperie. En muchos encuentros familiares habrá discusiones y tensión. Menuda estupidez. Si supiéramos que la presencia de unos pocos nos protege de la soledad de las multitudes, otro gallo cantaría. Seríamos más conscientes de la suerte que implica pertenecer a un colectivo. Ser parte de alguna cosa que nos engloba y que es mayor que nosotros mismos.

Vienen días de películas, encuentros, regalos comprados con más o menos entusiasmo, comidas. Vienen tiempos de música distinta, peculiar. Las conversaciones serán superficiales o profundas, amenas o insustanciales. Los seres humanos necesitamos fiestas y palabras. Nos ayudan a seguir adelante.