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Hay revuelo con la implantación de zonas de bajas emisiones. Los conductores de coches antiguos se quejan de las limitaciones al acceso al centro de las ciudades. Un capricho de la UE, se argumenta. La medida se antoja gravosa. Sin embargo, la UE no se mete en absoluto con las bocinas. Desde aquí se planean zonas de prohibición tajante de su uso. Una universidad en Estados Unidos decidió poner a prueba la supuesta educación excelente de la que una ciudad presumía. Sus habitantes se chuleaban de ser los más amables de toda norteamérica. Para comprobarlo se puso en marcha un estudio. Armados de cronómetros, un grupo de voluntarios se puso al volante. Cada vez que llegaban a un semáforo que cambiaba de rojo a verde, medían cuánto tiempo tardaban los lugareños de distintos sitios en pitar. Los más pacientes eran a su vez calificados como los más respetuosos y así se acreditaba la urbanidad de las ciudades.

Se aventura que en Palma habrían sido linchados solo por intentar hacer la prueba. Entre la densidad del tráfico por las calles, la escasez de aparcamiento y la frecuencia de los atascos, anda la población conductora soliviantada. Basta un paseo para comprobarlo. Día de Nochebuena, Avenidas colapsadas. Nadie avanza. Un grupo de atascados descarga la frustración con el claxon. Como si fuera a solucionar algo. Más nervios y se extiende a los peatones que iban a sus cosas. Otra escena. Giro a la derecha con paso de peatones y semáforo intermitente. Un señor de unos 200 años, encorvado y con andador se pone a cruzar. Despacio. Una señora detenida tras el primer vehículo que dejaba pasar al señorín le mete a la bocina de su SUV. Gestos crispados al de delante. Seguramente no sabía porqué estaba parado y seguro que no es una bruja que quiera atropellar señores con andador. Propósito de año nuevo: no me toquen el claxon.