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Dicen que 2025 va a ser el año en que la Unión Europea, inspirada por algunos de sus gobiernos más derechistas y por cierto clamor popular en algunos puntos del continente, va a empezar a restringir la entrada de inmigrantes. No sé cómo lo piensa hacer. Quizá las barreras se den a la inmigración legal, porque la irregular es harina de otro costal y parece imparable. Las cifras dicen que la llegada de extranjeros con papeles multiplica por diez a la otra, aunque esta última resulte mucho más notoria y dramática por las condiciones en las que se produce. De hecho, si ilegales arriban 385.000 al año, de forma legal lo hacen casi cuatro millones. Visto así, da la sensación de que el constante goteo de cayucos y pateras con miles de africanos a bordo –últimamente también algunos asiáticos– es una minucia que no debería preocupar a nadie, porque se diluye como un azucarillo en el café caliente ante las extravagantes cifras oficiales. Europa es grande –450 millones de habitantes–, pero da la sensación de que asimilar cada año a tanta gente es complicado. Suponemos que esa legión que quiere asentarse en la vieja Europa con todos los documentos en regla viene a ocupar puestos de trabajo que necesitamos y por eso son bienvenidos. Pero entonces, si el campo, la pesca y tantos otros oficios están faltos de mano de obra y los empresarios sufren para hallar brazos que sostengan sus negocios, ¿por qué cuesta tanto proporcionar documentación a los que entran por la puerta de atrás? ¿Por qué han de jugarse la vida en travesías infernales? ¿Por qué son rechazados? Me temo que en esto, como en casi todo, el resultado de nuestra visión sobre el fenómeno es fruto del márketing y los intereses creados.