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A final del año, los políticos suelen hacer balance de sus logros y una carta de deseos para el futuro. El alcalde de Palma, Jaime Martínez, dijo que quiere ver a su ciudad convertida en un referente. Sin duda, lo va a lograr. Claro que no seguramente como él piensa. Palma es casi un referente de ciudad ruidosa, sucia, llena de chusma y carente de encanto fuera del perímetro turístico. Cualquier crucerista que baje en el puerto, recorra el Paseo Marítimo y visite el Born, Jaume III, la plaza de la Reina y las calles más céntricas del casco antiguo volverá a su país hablando maravillas de Palma. Y tendrá razón, desde luego. Como en todas las ciudades turísticas, una realidad se vive en el entorno «vendible» y otra muy distinta en los márgenes. No sé hasta qué punto el alcalde y sus asesores se pasean por la Palma anodina, llena de calles feas, colapsadas de coches aparcados, sin un mísero árbol, con los locales a pie de acera cerrados hace años, cubiertos de pintadas y mugre, donde a veces hay que caminar esquivando porquería o cruzar al otro lado porque los contenedores se han convertido en un vertedero improvisado de trastos que permanecen ahí durante días.

Esa es la imagen que me viene a mí cuando alguien habla de Palma. Eso por no señalar a la pequeña delincuencia, esa que hace estragos en todos los lugares turísticos del planeta, o de la proliferación de personas sin techo que acampan donde pueden. Debe ser emocionante ser alcalde para soñar con las grandes transformaciones que harás en tu ciudad, pero los vecinos de a pie quizá prefieran menos obras faraónicas, menos «referencias» y más plazas y parques amables, con árboles, bancos y fuentes, más orden, limpieza y tranquilidad.