«¡Qué esté bien, por Dios, que mi Juan esté bien!». La joven que
sollozaba amargamente al otro lado de la cinta policial era la hija
de Juan Pericás, uno de los dos obreros fallecidos ayer, y a las
tres y medio de la tarde sólo sabía que el hombre seguía sepultado
bajo aquel infernal amasijo de escombros y vigas. Luego, cuando le
comunicaron su muerte, cayó desmayada.
Las escenas de angustia y emoción se sucedieron ayer en la
explanada del Hotel Tívoli, a escasos metros de aquellas toneladas
de escombros que fueron la tumba de Pericás y Romaguera. Una madre
desesperada, con la mirada fija en aquellas piedras, no dejaba de
repetir: «¿Está Alberto, está ahí abajo Alberto?». A las 13.15
horas algunos de los obreros heridos seguían bajo los cascotes. De
repente, un bombero pide silencio. Todos callan y sólo se oye un
gemido lejano, pero suficiente. «¡Está vivo, seguid, por Dios, no
paréis!» exclaman al unísono voluntarios y compañeros de las
víctimas, con las manos ocupadas desescombrando contra reloj.
«Tengo los brazos insensibles de levantar tantas piedras, pero
no podemos parar, la vida de esos hombres está en juego», comenta
un guardia civil con la frente empapada en sudor y el polvo
cubriendo todo su cuerpo. A las 14.30 horas los amigos de Alberto
Foch llaman a su móvil, que resuena entre los escombros. «Que no se
acerque nadie más que los bomberos, hay peligro de nuevos
derrumbes», advierte un bombero. Veinticinco minutos después las
esperanzas de rescatar con vida al último de los atrapados se
desvanece de forma súbita; los bomberos que han destapado el rostro
de Alberto hacen una señal que todos saben interpretar: ya no hay
nada que hacer.
Sin comentarios
Para comentar es necesario estar registrado en Ultima Hora
De momento no hay comentarios.