«¡Eh, tú! Yo a ti te tengo visto, eres de la Secreta, estoy
seguro». Los internos del centro de menores de la calle Cirerer, en
la barriada palmesana de es Rafal, están tan acostumbrados a ver
policías por aquellas instalaciones que recelan de cualquier
desconocido, y más aún si éste se acredita como periodista. Ayer
Ultima Hora visitó aquella calle, accedió a la
'llar', y charló con los vecinos. La conclusión es que la calle
Cirerer ha cambiado drásticamente desde que entró en vigor la Ley
del Menor y al centro de acogida del número 11 llegaron chicos muy
conflictivos, que atormentan a los residentes con frecuentes actos
vandálicos.
El peligro radica en que la tensión en aquella zona de Palma va
en aumento y hace algunos meses un marroquí y un joven se
enfrentaron a navajazos en la calle. Más recientemente un vecino
agredió a un menor problemático, harto de que le forzaran el coche.
«Algún día aquí va a pasar algo muy gordo... Estamos muy hartos»,
fue una de las frases más repetidas ayer entre los afectados. La
calle Cirerer es una travesía del final de la calle Aragón,
emplazada junto al supermercado Caprabo, y tradicionalmente la
inseguridad ciudadana ha sido insignificante. El panorama, de un
tiempo a esta parte, ha cambiado tanto que los vecinos han recogido
firmas para pedir a los políticos que reubiquen el centro de
menores, antes de que la situación se deteriore aún más.
Margalida Ferragut, una de las vecinas, contó con cierta ironía
que frente al número 11 de esa calle es fácil encontrar
aparcamiento por las noches: «Estamos tan cansados de encontrar los
coches con las ruedas desinchadas, con rayadas en la carrocería o
sin la antena, que los dejamos lo más lejos posible del centro».
Andreu Ferrer vive en el número 9 y, por tanto, su planta baja
colinda con el 'llar'. El hombre, de unos 70 años, se despierta
cada mañana con la misma pregunta: «¿Qué le habrá pasado a mi
coche?». El automóvil, un vetusto Peugeot 205, es una de las
'víctimas' favoritas de los zagales, que se ensañan con él en
cuanto pueden. «Antes en el centro había niños, pero con lo de la
Ley del Menor llegaron muchachos de entre 14 y 18 años que hacen
todo tipo de perrerías. No hay derecho, ya estamos hartos de llamar
a la policía», apuntó.
Para Ana Pons el panorama es igualmente desolador: «Hace poco
hicieron sus necesidades en la fuente, para hacer una 'gracia', y
ahora no podemos beber el agua porque está contaminada. También me
han pintado la fachada y el otro día un chaval se estaba
masturbando en frente de mi casa; lo que pasa aquí es algo
increíble». Joana Nadal, otra residente, explicó que la Policía
Local y el Cuerpo Nacional de Policía son requeridos,
prácticamente, una noche sí y otra también. Según la señora, «esos
chavales se dedican a romper los cristales de los coches y a hacer
gamberradas, y no hay derecho que los vecinos tengamos que pasar
por esto».
Francisco Fortuny recordó que hace algunos meses «hubo
puñaladas» y refrendó las palabras de sus convecinos: «Procuro no
aparcar nunca cerca del centro porque sé que me destrozarán el
coche». Las instalaciones a las que se refieren con temor y rabia
están gestionadas por Intress, una ONG que trabaja para el Consell.
Se trata de una planta baja que tampoco se libra de los excesos:
puertas agujereadas y muebles desvencijados evidencian que el
centro está desbordado y que los monitores no dan abasto. Por
descontado, si el objetivo es rehabilitar a los menores
delincuentes los resultados no se ven, al menos a simple
vista...
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