«El Expreso de Medianoche podría ser una película de Walt Disney
comparado con lo que ocurre en la cárcel de Guayaquil». La opinión
de un español preso en esa penitenciaría seguro que puede ser
refrendada por María Antonia y Manolo, la pareja de mallorquines
que hace casi un año fue interceptada en el aeropuerto
internacional de Simón Bolívar con un alijo de cocaína. «Nos habían
dicho que se iban a Lluc» - comenta entre la amargura y la ironía
el hermano del preso palmesano- «y ya ves, de repente nos enteramos
de que estaban presos en Ecuador, muy lejos de Lluc».
El 19 de diciembre pasado la vecina de Son Gotleu y su novio,
que residía en Es Rafal, despertaron bruscamente de su sueño:
habían intentado hacer dinero fácil y habían ido a parar con sus
huesos a una lúgubre prisión en Guayaquil, donde la vida puede
tener un precio insignificante. Ese día la policía del aeropuerto
los interceptó con 1'6 kilogramos de cocaína en la maleta de él y
60 gramos introducidos en el cuerpo de ella.
«Creemos que necesitaban un millón de pesetas para pagar la
entrada del piso del Ibavi que en febrero le entregaban a María
Antonia y decidieron jugársela», cuenta el abogado Julián Montada,
que junto a Jaime Gelabert defienden a Manolo. El letrado, que
trabaja frenéticamente para conseguir la libertad de su cliente, ha
tenido que hacer frente a todo tipo de pagos para salvaguardar la
integridad del preso mallorquín. Y es que toda precaución es poca
en una jaula como Guayaquil: «Le compramos una celda individual
para que pudiera cerrarse por las noches, le enviamos dinero cada
mes para que coma dignamente y beba agua embotellada y aún así no
hemos podido protegerlo del todo».
Julián se refiere al apuñalamiento que sufrió hace algunas
semanas Manolo y también a las palizas que ha recibido por parte de
otros presos. Sus problemas con los 'jefes' convictos empezaron
cuando refugió en su celda a otro español que huía despavorido de
una banda de la cárcel. Había contraído una deuda para comprar
droga y al no poder pagarla su única esperanza era esconderse con
Manolo. El palmesano lo acogió, pero pagó en sus propias carnes
tamaña «osadía». Poco después su compañero murió y él tuvo que
saldar la deuda, con la ayuda de su familia y abogados.
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