Desde su llegada a la ciudad, la mujer se dedicó a la prostitución para ir pagando poco a poco una deuda de 45.000 euros que tenía contraída con las inquilinas, a las que entregaba una cantidad mensual que oscilaba entre los 500 y los 1.000 euros. Las cosas fueron más o menos bien hasta el 9 de agosto de 2004. Esa mañana, la víctima llegó a casa con una cantidad de dinero que a sus compañeras de piso les parecía insuficiente, por lo que comenzó una discusión. Según la víctima, las mujeres le rasgaron los pantalones vaqueros, se los bajaron hasta los tobillos y comenzaron a golpearla por todo el cuerpo. Luego le quitaron la ropa, la dejaron completamente desnuda, le ataron las manos y los tobillos con cables y trapos y la amordazaron con ropa y cinta de embalar.
La víctima afirmó que ambas acusadas, en compañía de otra mujer, le cortaron las uñas de las manos y pies, así como el pelo y el vello púbico, la rociaron con pimienta por todo el cuerpo y la dejaron en una habitación.
Siempre según su versión, las torturadoras se fueron de la casa. Varias horas más tarde logró escapar a duras penas y «pegando saltitos». Una vez en el pasillo, golpeó con la cabeza la puerta de una casa vecina. Un hombre le abrió y llamó a la policía.
Las acusadas, por su parte, afirmaron que no hubo torturas, sino sencillamente que la relación con la víctima era mala porque «no colaboraba en las tareas de limpieza del piso».
La fiscal pide para una de las acusadas, Sandra O.I., nueve años de cárcel por delitos de coacciones, trato degradante, detención ilegal y lesiones. Su compañera Mercy O. se enfrenta a siete años de cárcel.
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