El buceador ha bautizado a su hijo con el nombre de los agentes que le salvaron. Foto: ALEJANDRO SEPÚLVEDA

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JAVIER JIMÉNEZ-JUAN POYATOS
El «bebé milagro» fue la estrella de ayer en la Comandancia de Palma. La historia del pequeño José Javier pone la piel de gallina. Su padre es Pedro Nadal, el buceador que hace dos años pasó 25 horas en una cueva submarina en Cala Rajada y que fue rescatado por tres submarinistas de la Guardia Civil cuando ya nadie creía que estaba vivo. Un compañero suyo no tuvo tanta suerte y murió en aquella cavidad. Pedro, agradecido, ha bautizado a su hijo con el nombre de José Javier, en honor a los GEAS que le salvaron. Ayer se reunieron todos en la fiesta de la Patrona. «A Francisco Javier Galindo, José Antonio Soto y Javier Jesús Oraa se lo debo todo. La vida. Estar aquí. Que mi hijo haya nacido». Pedro pronuncia estas palabras en la cantina, junto a sus nuevos amigos. Su hijo pasa de brazo en brazo, y le han colgado una medalla.

Es la distinción que acaban de recibir los tres GEAS que se jugaron la vida en la cueva J-1 y quién mejor para lucirla que el simpático José Javier. Todo son risas, jolgorio, pero en realidad Pedro no ha podido olvidar. Hace justo dos años, coincidiendo también con la fiesta del Pilar, salió a bucear con un grupo de cinco amigos. Querían entrar en «La Catedral», una cueva mítica de Cala Rajada. Un congrio y una morena precipitaron el desastre. Los buceadores vieron cómo entraban en un agujero en el fondo marino y las siguieron pensando que llegaban a la famosa cavidad. Iban equivocados. Pedro y el otro joven que murió iban delante y, de improviso, se encontraron en un agujero oscuro. El limo y el lodo que movían sus aletas convirtió el refugio en una ratonera mortal. Los otros cuatro consiguieron salir, casi a ciegas, pero Pedro y su compañero quedaron atrapados en aquella terrible oscuridad. «Fue una agonía, ví cómo perdía los nervios, le salían los ojos de su órbita. Luego murió», recuerda Pedro, refiriéndose a su compañero fallecido.

Al constructor de Sant Llorenç, que por entonces tenía 34 años, le quedaban sólo 10 minutos de aire en su botella. Pensó en rendirse, pero no claudicó: «Fue un milagro, pero encontré una bolsa de aire». Era un compartimento minúsculo, en el que apenas cabía, pero le servía para aferrarse a la vida. Antes, durante su inspección casi a ciegas de la cueva, Pedro se encontró hasta tres veces con el cadáver del otro submarinista, en un sucesión macabra que a punto estuvo de enloquecerlo. Ya en la bolsa de aire las horas le parecieron días. Toda su vida pasó por su mente en imágenes atropelladas, inconexas. Se quería despedir de su mujer, Irene, y pensó en escribirle en una pequeña pizarra que llevaba consigo. Con el cuerpo aterido de frío quedó sumido en un estado de somnolencia del que despertó cuando vio una linterna, acercándose. «Al submarinista le dije que nunca me había alegrado tanto de ver a un guardia civil y me eché a llorar». En realidad, la pesadilla de Pedro no había acabado. Quedaba lo más difícil: enfrentarse a sus fantasmas y volverse a adentrar en aquella cueva maldita. «Me dijeron que el fondo estaba iluminado, que era fácil. Conseguí salir y aquí estoy». Desde entonces está en deuda eterna con los GEAS. José Javier, su hijo, es el mejor homenaje. Su sonrisa vale por mil cuevas.