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«Estoy desesperado. No tengo trabajo y nadie me ayuda. Me voy a quemar aquí mismo, pero a vosotros no os haré nada. Podéis estar tranquilos». Sabri, un joven tunecino desesperado por la crisis, no es la primera vez que acude a la sede de CCOO en Francesc de Borja Moll, en el centro de Palma. Reside legalmente en España, pero no hay manera de que consiga un trabajo.

 

«He robado un pan para comer y un policía me ha humillado. Me ha colocado una pistola en la cabeza. Yo no soy un delincuente». Mustafá, un histórico de CCOO, intenta calmar al joven, que está desconsolado. Otra trabajadora del sindicato está muy cerca de él, junto al hall, y hay un tercer testigo, un inmigrante magrebí llamado Rachid Fatin. Sabri saca de repente una botella del interior de su mochila. Se trata de un envase de litro y medio de agua, rellenado de gasolina que ha comprado en un estación de servicio próxima. Antes de que ninguno de los interlocutores puedan reaccionar, el tunecino se arroja el líquido inflamable sobre el cuerpo. Desde la cabeza hasta los pantalones. A continuación intenta sacar un mechero para quemarse a lo bonzo, pero la instintiva reacción de Rachid se lo impide: «Me he lanzado sobre él y le he cogido muy fuerte. Al principio me hablaba en castellano, pero luego se ha dado cuenta de que era árabe y me ha contado en esa lengua que lo hacía porque estaba desesperado, no tenía ni para comer».

 

Son unos segundos caóticos, con gritos y mucho desconcierto en el edificio central del sindicato. Alguien llama a la policía y al poco tiempo empiezan a llegar las primeras patrullas. Sabri sigue en un despacho, y se quita la ropa empapada de combustible.

 

Sin que él lo sepa, el Cuerpo Nacional de Policía ha puesto en marcha un impresionante dispositivo de seguridad. Una veintena de agentes del UPR, con el inspector Santa Fe al mando, toman el edificio y desalojan el hall y algunas dependencias. La calle, en la confluencia con Olmos y con Reina Esclaramunda, es cortada para que los equipos de emergencia puedan intervenir. También acuden policías nacionales motorizados y en vehículos oficiales, así como bomberos de Palma.

 

El papel del inspector Diego Cazalla, el negociador, es clave en el desenlace final de la historia. Actúa con talante y mucha psicología e intenta convencer al tunecino de que quemarse a lo bonzo es una locura. Sabri empieza a flaquear. Insiste en las penurias que ha pasado desde que no tiene trabajo y repite hasta la saciedad que nadie le ayuda.

 

El peligro casi se ha diluido, aunque sus ropas y su cuerpo siguen mojados por la gasolina y el riesgo no ha desaparecido. A pie de calle, los trabajadores de CCOO esperan nerviosos el desenlace. «Esto puede ser el comienzo. Hay muchísima gente que lo está pasando fatal por la crisis, que no tiene casi ni para comer, y puede haber más casos como el del joven tunecino», comenta un sindicalista.

 

Media hora después, la situación llega a un final feliz. Los sanitarios del 061 intentan sacar en camilla al suicida, pero Sabri se niega. Saldrá caminando, y sin esposar. Así lo hace, mientras se dirige a Alejandro Sepúlveda, fotógrafo de este diario, y le repite: «Soy extranjero, no tengo nada. No tengo nada». Unos pasos por detrás está el negociador y un discreto cordón policial rodea al tunecino, que es conducido dócilmente a la ambulancia que espera en la puerta de CCOO.

 

Su siguiente parada es el área de psiquiatría de Son Dureta. Antes de introducirse en la ambulancia se dirige de nuevo a este periódico y grita: «Luego hablamos». Mustafá, el sindicalista, se queja de lo aparatoso del despliegue policial: «Estaba todo controlado, no hacía falta que vinieran tantos policías». Un mando policial, en muy buen tono, le replica que se trata de un protocolo de seguridad para estos casos: «Es un hombre que se ha rociado con gasolina todo el cuerpo en el interior de un edificio rodeado de trabajadores. El peligro era más que evidente». Sabri ha salvado la vida, pero su futuro laboral sigue siendo igual de negro.