El holandés Romano van der Dussen, durante una entrevista con Efe. | Efe

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«Antes me escupían en la cara en la cárcel, me gritaban puto violador y ahora me paran en el Mercadona: 'por favor, ¿puedo hacerme una foto con usted? ¡Cómo no señora!' Yo era basura y ahora hacen cola para entrevistarme, de basura a estrella mediática... Qué raro es el mundo».

No es para menos. El holandés Romano van der Dussen, de 43 años, explica con rabia mezclada a partes iguales con tristeza que se ha pasado doce años y medio de su vida en siete cárceles españolas por una violación y dos intentos de violación que «nunca» cometió.

En unos días, Romano vivirá sus primeras navidades en Holanda, junto a su familia y su padre anciano, un viaje que teme: no quiere que le vean llorar porque su estado anímico es una montaña rusa. Con motivo de ese viaje ha concedido una entrevista a la Agencia Efe.

«Mi caso no fue un error, fue un montaje desde el principio; me condenaron como cabeza de turco» por la alarma social tras esta triple agresión cometida en la noche del 10 de agosto de 2003 en Fuengirola (Málaga) y con los casos de violación y asesinato de las muchachas Sonia Carabantes y Van der Dussen salió de la cárcel de Palma el pasado febrero, después de que el Tribunal Supremo anulara una de las tres sentencias porque el ADN no era el suyo, sino de Mark Dixie, un preso británico que en 2005 asesinó a una joven modelo inglesa de 18 años y que finalmente reconoció ser el autor del delito por el que Van De Dussen ha sido absuelto.

La Policía sabía desde marzo de 2007 que el ADN no era el del holandés, pero siguió entre rejas nueve años más. La sentencia de la Audiencia de Málaga dejó claro que no hubo ni dos, ni tres agresores: solo uno, por la brutalidad empleada, la cercanía de las calles y la hora y media entre el primer y el último ataque.

Pero la mala suerte no es eterna y la de Romano dio un vuelco. El lugar: San Antoniet de Palma, donde capuchinos y voluntarios reparten miles de kilos de comida al año a los que no tienen nada. El día: un viernes cualquiera. La persona: una mujer de mediana edad que acude a un grupo de reflexión. Ocurrió hace tres años.

La mujer visita a los presos periódicamente y escucha sus vidas rotas y le comenta al abogado del grupo de reflexión que hay un holandés que jura y perjura que es inocente. «Que me lo pida e iré a verle», respondió. Y fue a visitarle.

Francisco Juan Carrión, presente también en esta entrevista, comenzó a verle con frecuencia, mientras que su compañero en Madrid, Silverio García Sierra, desempolvó el caso, se puso a mover papeles y llevó el asunto al Supremo.

Tras lograr la libertad, ambos letrados, que no han cobrado y han hecho este trabajo por el placer de ayudar a un preso, persiguen ahora «limpiar totalmente su nombre».

«No soy culpable, mis testigos -con los que estuvo en una fiesta a 30 kilómetros de los hechos juzgados- jamás fueron interrogados por nadie, la Policía no recogió (ni tiene) el ADN de las otras dos agresiones, y la Policía Judicial informó de que no aparecía en las imágenes de tráfico, ni de los bancos de la zona; simplemente nunca estuve allí».

En un siglo audiovisual, el interés por su caso es tal que una televisión prepara una serie de siete capítulos sobre la historia de Van der Drussen, quien acaba de publicar en su país un libro que relata la experiencia vivida en las cárceles: Mi pesadilla española. Dos editoriales de Barcelona estudian comercializarlo y en Madrid se prepara una obra de teatro. Los abogados aseguran que también habrá película.

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Podría decirse que es un final feliz tras el «infierno vivido», pero la realidad es que Romano trata de recuperar su vida, para lo cual realiza largas caminatas con frecuencia, hace yoga y meditación dos veces por semana, visita a la psicóloga, al psiquiatra y lee libros como «Más fuerte que el odio», la autobiografía conmovedora de Tim Guenard, un niño francés tratado como un animal por sus padres, violado por adultos y que fue carne de orfanatos y cárceles. Recuperó su vida y construyó una familia.

Romano reconoce que si no fuera por los psicofármacos no dormiría y que le persigue siempre las misma pesadilla: sus compañeros de presidio lo agarran y le rodean la garganta con un cepillo de dientes afilado: «Vas a morir hijoputa violador», gritan.

Sobre la cárcel sentencia que «la reinserción y la reeducación son una quimera: eres como un animal salvaje que te domestican».

También asegura que sin ayuda «hubiera caído al vacío» tras su excarcelación una tarde de febrero. Justo enfrente del presidio, separado solo por la carretera, continuaban las sesiones del juicio del caso Nóos en un edificio de la Administración.

Para Romano, una ayuda fundamental ha sido el cura responsable de la Pastoral Penitenciaria de Mallorca, Jaume Alemany: le acogió en el piso de su parroquia sin límite de tiempo, le puso dinero en el bolsillo para comer y le ayuda cada primero de mes, como un reloj suizo. «Es un gran hombre», señala conmovido.

Aquella mujer discreta que le visitaba es hoy su novia. «Sin ella estaría perdido, porque no es fácil... hay momentos en los que por cosas pequeñas me pongo a llorar».

«Todos ellos -también sus abogados y los funcionarios que le apoyaban al hacerse cargo de la situación- me han abierto los ojos de que no debo fijarme en el mal, sino en el bien de las personas, porque hay muchas personas buenas».

Romano, un políglota de cinco idiomas, confía encontrar trabajo, después de que en verano fuera despedido de la recepción de un hotel por su vehemencia al responder a los clientes. «En la cárcel todo eran gritos», se justifica con sabor a fracasado, aunque cuando se le recuerda que «el fracaso hubiera sido quedarse en casa» se le enciende el rostro y responde: «Es verdad, no lo había pensado».

También espera la decisión del Estado sobre la suma de seis millones de indemnización que pide por los años que ha estado encarcelado, con la firme intención de poner en marcha una fundación para ayudar a los presos que se encuentran en su misma situación.

Era el caso de un joven violador marroquí encarcelado en Barcelona que no aguantó y se ahorcó. Cuenta Romano que su cuerpo fue enterrado en su patria cuatro años antes de demostrarse su inocencia.

Justo tras la entrevista, un ciudadano marroquí no le deja pagar, de ninguna manera, el desayuno a Romano en uno de los bares que hay junto a la sede de Efe. «Esto nos pasa porque somos extranjeros», sentencia quejoso el buen samaritano, mientras que el exconvicto y su abogado sonríen.