El coronel de la Guardia Civil, Jaume Barceló, en el centro de coordinación en Sant Llorenç. | Miquel Payeras

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Hace justo un año, a las 19.33 horas de la tarde, mi compañero Julio Bastida me avisó de un vídeo inquietante que acababa de recibir en su teléfono móvil. Era de un amigo de Sant Llorenç, que suplicaba ayuda desesperada: «El pueblo es un río, esto va a ser un desastre».

En efecto, la grabación mostraba una riada salvaje, con aguas bravas que lo arrasaban todo a su paso, y coches arrastrados como si fueran de papel. Un documento dantesco. Barro y destrucción. Lo triste, empero, es cómo nos enteramos de la tragedia: por un vecino. Ni los servicios de emergencias ni los meteorológicos, a esa hora, alertaron del desastre. Algo parecido a lo que había ocurrido años atrás, también en un octubre maldito: el de 2007. En esa ocasión un huracán barrió el centro de Palma, el polideportivo de Son Moix y el polígono de Can Valero. Y parece que también a las autoridades que debían alertarnos, porque nadie dio la voz de alarma por lo que se nos venía encima.

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La tragedia de Sant Llorenç, con todo, nos reveló dos realidades esperanzadoras: la primera, que la Guardia Civil, coordinada con el 112, realizó una tarea gigantesca durante semanas. Al coronel Jaume Barceló, por entonces, le quedaban días para jubilarse, pero en las primeras horas del drama ordenó un dispositivo humano y material sin precedentes. Que coordinó el auténtico cerebro en la sombra: el teniente coronel Antonio Orantos, el número dos de la Comandancia palmesana. El mando, que pasó días sin dormir, dirigió in situ todos los operativos de rescate de los cientos de atrapados y afectados. Y luego la dolorosa búsqueda de los desaparecidos. Con el pequeño Arthur como icono de una catástrofe que ya no era mallorquina, sino nacional. Esa profesionalidad benemérita permitió salvar muchas vidas y se complementó a la perfección con la UME (Unidad Militar de Emergencias), que confirmó que se trataba de un grupo de élite para situaciones extremas. Para escenarios de guerra, que era a lo que había quedado reducido Sant Llorenç.

La segunda realidad fue aún más emocionante: la tragedia de la riada se convirtió en una marea de solidaridad. Con voluntarios que llegaban de todas partes de la Isla y mallorquines donando dinero para las víctimas. Una lección de humanidad. La torrentada se llevó trece vidas. Pero a nivel político nunca se depuraron responsabilidades. Llueve sobre mojado.