Caricatura de Francisca Cortés Picazo 'La Paca'. | MARCELO PINTO

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Corrían los años ochenta y Francisca Cortés Picazo ya tenía seis hijos: José Pedro, Francisco, Juan Diego, Manuela, José y Francisco Tomás. Y un marido ausente por causa mayor: José Fernández Cortés, que estaba encarcelado. Había nacido en El Molinar, en el seno de una familia humilde, y ella era la mayor de seis hermanos. Se casó a los catorce años y tuvo a su primer hijo meses después: «Fue el momento más feliz de mi vida», contaba la matriarca a sus amigos.

En 1987 era chatarrera y mantenía ella sola a su familia. O lo intentaba, porque con seis bocas que alimentar Francisca cortés no daba abasto. De nueve de la mañana a ocho de la noche recorría las calles de Palma, en busca metal. Fue entonces cuando la sorprendieron robando ropa e ingresó en prisión. Cuentan que ‘La Paca’ enloqueció por primera vez: no podía seguir protegiendo a su familia y, desesperada, escribió al rey Juan Carlos, para pedirle un indulto para su marido. Curiosidades de la vida, la futura reina del narcotráfico suplicaba amparo a un monarca. Fue entonces cuando todo cambió en la vida de «doña Francisca». En la cárcel aprendió a pensar «como lo hacen los payos» -según su propio relato- y cuando salió en libertad decidió que nunca más volvería a pasar hambre. Ni ella ni sus seis hijos.

En aquellos años, en Son Banya gobernaba ‘el Tío Quico’, el patriarca que además era familia suya. La heroína golpeaba sin piedad a los jóvenes palmesanos que caían en sus garras y una legión de yonkis, esqueléticos y con paso tambaleante, se arrastraba hasta el poblado gitano, en busca de su dosis. El negocio era imponente y ‘La Paca’, astuta como pocos, lo pilló al vuelo. Empezó a traficar como una más, pero su carisma la catapultó en poco tiempo y fue eclipsando al resto de narcos. Uno por uno.

Cuando falleció el patriarca, ella asumió el poder absoluto. Era, por fin, la reina de Son Banya. Con el cambio de siglo, su sombra se hace más alargada. Sus tentáculos llegan a todas partes y los beneficios económicos para su clan son tan brutales que tienen que contactar con los mejores abogados de la época y algunos contables y economistas para empezar a lavar dinero. O más bien centrifugar, porque eran tantos los millones a blanquear que el asunto se les empieza a ir de las manos. Compran fincas, coches de lujo (como los Ferrari o Hummer de ‘El Ico’) y caballos de carreras, la gran pasión de la familia. Aunque Francisca Cortés era más de monos y chimpancés: «Les doy el biberón, los baño, les pongo un paquete y los meto en la cama. Son como mis niños», declara la matriarca, en sus días de vino y rosas. Vamos, que sus simios van más aseados que muchos de los traficantes. Pero por el camino, las drogas ha golpeado fatalmente a su familia y pierde a un hijo por una sobredosis. Otros dos están enganchados. «Es imposible luchar contra la maldad», proclama la emperatriz del poblado, a modo de consuelo. Su gran mérito es que es la primera mujer en dirigir el colosal negocio de la droga, en un entorno marcadamente machista. Los clientes del poblado ya no son los muertos vivientes de los ochenta y los noventa. Ahora, a Son Banya acuden ejecutivos, directivos, empresarios, políticos o periodistas. Amasa tanto dinero que tiene que esconderlo bajo tierra en el poblado, en un búnker. Hasta que la policía lo descubre. Es el principio del fin. ‘La Paca’ ha hecho demasiado ruido. Su exposición mediática la convierte en un mito, pero también en la enemiga a batir.

Su hijo ‘El Ico’ es grabado entrando en el Globo Rojo y disparando a diestro y siniestro. Cosas de Palma, la nuit. Pero no hay mal que dure cien años y el aura de impunidad que rodea a la familia empieza a esfumarse, lentamente. Los golpes policiales son cada vez más contundentes y ‘La Paca’ es traicionada desde dentro. Un golpe de estado que dinamita el supermercado de la droga. Su caída es historia de la crónica negra. Cuentan que en la cárcel, estos últimos años, «doña Francisca» ha tenido un comportamiento ejemplar. Ni un expediente ni una mala cara. Posiblemente estaba esperando su momento, porque sabía que Son Banya, sin ella, no es lo mismo. Ya no tiene a una familia que mantener, como en los años ochenta, pero el reino se tambalea. Y ella no quiere ni oír hablar de abdicar.