Joan Maria Melis | G. Sánchez

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Pese a sus muchos años no arroja la toalla. Está despierto, tremendamente vivo. Y trabaja y vive el presente. Joan Maria Melis (Santander, 1926) es actor, con una carrera que se ha ido consolidando sin prisas y apenas pausas, subiendo los peldaños uno a uno. Ahora triunfa en el papel de don Cristòfol, un cura cascarrabias, en la serie de IB3 Mossèn Capellà. Joan Maria Melis se subió por primera vez a los escenarios en 1947, interpretando La corona comtal, de Aina Villalonga (1883-1961), una autora que se había dado a conocer en la década de los treinta. El montaje corrió a cargo de la Agrupació de Teatre Regional, una compañía afiliada a la Obra Sindical de Educación y Descanso. Era lo que había: la época no daba para más. De ahí, Melis, pasó a la Artis y, de la Artis, después de un período alejado de la escena, a la Xesc Forteza. Con más de sesenta años de teatro, ha recorrido toda la dramaturgia conocida. Ha trabajado en obras de Joan Mas, Martí Mayol, Pere Capellà, Alexandre Ballester, Miguel Mihura, Aldo Benedetti, Jean Anouilh, Anton Txèkhov, Bertolt Brecht y Carlo Goldoni. Y ha sido dirigido por Antoni Maria Thomàs, Rafel Duran, Xesc Forteza, Josep Ramon Cerdà y Pere Noguera, entre otros. A estas alturas de la vida, su currículum es inacabable. Llega a IB3 sabiéndolo todo. Mientras converso con Joan Maria Melis en la terraza del Bar Central, algunos transeúntes optan por interrumpirnos. Le estrechan la mano y la mayoría le hacen algún comentario cariñoso sobre don Cristòfol, el cura que interpreta en Mossèn Capellà. Otros le sonríen y simplemente le dicen que "l'hem vist per televisió". A todos les escucha pacientemente. Me dice: "Valoro más que nadie el cariño espontáneo". No quiere mirar hacia atrás, pero lo hace. Añade: "Porque de niño nadie me miraba. Y si los demás niños se fijaban en mí, era para echarme en cara que era el hijo de un rojo"

Sin que se lo pregunte, me explica por qué es cántabro y no de Capdepera como se le supone. Me dice:
Joan Melis.- Mi padre era militar, teniente de navío. Y nací en Santander porque estaba destinado allí. Pero pasé buena parte de la infancia entre Málaga, Cádiz y Cartagena, sus otros destinos. Sin embargo, la Guerra Civil nos sorprendió en Capdepera, en casa de los abuelos. A mi madre y a mí, quiero decir. Él estaba destinado en Menorca.
Llorenç Capellà.- Ustedes dos en zona fascista, y él en zona republicana.
J.M.- Así es. Estuvimos a punto de ser canjeados. Nos pasamos toda una noche en el muelle de Palma, mi madre y yo, sentados en unos escalones que daban al mar. Pero el barco que tenía que recogernos nunca llegó.
L.C.- ¿Qué pasó?
J.M.- No éramos únicamente nosotros dos, los canjeados. Había otras personas. Y según supe después, los republicanos exigían a Emili Darder y a Alexandre Jaume. No sé si es cierto...
L.C.- ¿Recuerda a Miquel Julià, el último alcalde republicano de Capdepera?
J.M.- Claro que sí. Era amigo de casa. De hecho, escapó de Mallorca en el laúd que consiguió mi abuelo materno. Partieron ellos dos, y mi tío Víctor y otros... ¡Imagínese...! Alcanzaron la costa menorquina a remo. Luego, el abuelo, fue presidente del Ateneu de Maó hasta que acabó la guerra.
L.C.- Usted ha vivido mucho.
J.M.- Tanto que huyo de los recuerdos.
L.C.- Y años atrás ¿podía imaginarse que acabaría con una sotana?
J.M.- ¡Nunca! Y si me veo en IB3 me quedo perplejo. Porque yo, de cura, ni un pelo. ¡Ni un pelo! Pese a ello, la gozo encarnándome en don Cristòfol. Y le diré la razón: cuando más distinto a mí es el personaje, más me atrae. ¡Estoy encantado con don Cristòfol...!
L.C.- ¿Y los curas y las monjas al verle...?
J.M.- También. He recibido muchas felicitaciones de gente de Iglesia, creo que sinceras. Además, la gente me saluda por la calle. "Bon dia, don Cristòfol...!", me dicen. "Bon dia", les respondo. Hace unos días me acometieron dos jóvenes de raza negra. Se dirigieron a mí en castellano.
L.C.- ¿Y qué le dijeron?
J.M.- Que estudiaban catalán y que Mossèn Capellà les iba de maravilla para aprender vocabulario. Sentían una gran simpatía por don Cristòfol.
L.C.- ¿Y cómo es don Cristòfol...?
J.M.- ¡Imagíneselo...! Un cascarrabias decimonónico que pretende imponer sus ideas a gorrazos. Pese a ello, es muy humano. Por esto la gente, en vez de enojarse con él, le disculpa. Una señora, también por la calle, me preguntó cuál hubiera sido la reacción de don Cristòfol ante los escándalos de pederastia que avergüenzan a la Iglesia.
L.C.- ¿Que le contestó?
J.M.- Primero con indignación. Luego apostaría para que se apartara a los pederastas de la Iglesia, pero que todo se hiciera sin escándalo para no dañar la imagen del Papa.
L.C.- O sea, hubiera apostado por la hipocresía.
J.M.- Probablemente sí, aunque fuera a regañadientes. Se trata de una buena persona, ya se lo he dicho. Es un carca y está en desacuerdo en casi todo con Lluc, el joven cura con el que comparte Parroquia. Aún así, lo quiere.
L.C.- ¿Y cómo mira, usted, Joan Maria Melis, a la juventud?
J.M.- Con solidaridad y toda la comprensión del mundo. ¿Que se extralimitan, los jóvenes, en muchas cosas...? Bueno, pues ayudémosles, pero no les condenemos. Que sean felices. Que lo sean ellos, ya que los que crecimos en la posguerra no lo fuimos. Pertenezco a una generación castrada.
L.C.- ¿Intelectualmente...?
J.M.- Y emocionalmente. Y en el aspecto sexual ¡no le digo! En mi juventud hacía papeles de galán ¡Ay, me digo, si la juventud pudiera ver cómo representábamos las escenas de amor...!
L.C.- ¿Se burlarían...?

Los actores no podíamos ni acercarnos a las actrices. De tarde en tarde, y si la censura era condescendiente, una mano en el brazo...”

J.M.- Probablemente. Aunque más que risa, provocan pena. Los actores no podíamos ni acercarnos a las actrices. De tarde en tarde, y si la censura era condescendiente, una mano en el brazo...
L.C.- Usted era guapo.
J.M.- No me avergüence...
L.C.- Admítame que tuvo fama de serlo.
J.M.- Era un galancillo. Y los galancillos éramos sosos, asexuados. Deseaba envejecer para que me confiaran papeles de carácter.
L.C.- ¿Dónde se encuentra más a gusto, haciendo televisión o teatro?
J.M.- Tanto me da una cosa como la otra. No obstante, la televisión me exige un mayor sacrificio porque, después de estar pendiente de la grabación durante nueve horas, llego a casa y tengo que ponerme a estudiar los diálogos del día siguiente. Y a las siete de la mañana, vuelta a comenzar...
L.C.- ¿No es de los que se ponen ante la cámara con los textos sin memorizar?
J.M.- Qué va. Aunque tenga que levantarme a las cuatro de la madrugada para estudiármelos, yo llego al plató con la lección aprendida. Si no lo hiciera así, me consumirían los nervios. Y conste que no me quejo. La interpretación verbal ha estado siempre por encima de la plástica. Al menos para mí. Ya sé que los hay que dicen que con cuatro movimientos gimnásticos ya se es actor... No, no, no: un actor empieza por pronunciar correctamente.
L.C.- ¿No se vocaliza bien ahora...?
J.M.- ¿Qué quiere que le diga...? Priman otros valores. Pero yo vengo del teatro de la palabra. Creo en el teatro de autor.
L.C.- ¿Lo añora, al teatro?
J.M.- Siempre se añora. Sobre todo si, como es mi caso, ya se lleva un año sin pisar los escenarios. Hice un Txèkhov, en el Teatre Principal... Uno de los muchos problemas del teatro que se estrena en Mallorca es que se gasta un dineral en un montaje para hacer cuatro únicas representaciones. Nos olvidamos de que disponemos de una red de teatros magnífica.
L.C.- ¿No se usa...?
J.M.- ¡No se usa! Los políticos no tienen ningún interés en apoyar y en divulgar el teatro. Claro que yo, a veces, me escandalizo con el precio de los montajes. Tenga en cuenta que me inicié con la Artis, que se autofinanciaba. Y con la Xesc Forteza pasaba igual...
L.C.- ¿Qué tardó para hacerse con el personaje de Don Cristòfol?
J.M.- ¿Un minuto, un segundo...? ¡Nada! Mis personajes, todos los que he interpretado a lo largo de sesenta años, están en la calle. Tengo suficiente con observar a la gente que pasa por delante de mí casa. Me fijo en sus andares, en sus movimientos... La desnudo por dentro.
L.C.- ¿Y qué ve?
J.M.- Lo bueno y lo malo. Pero últimamente, tal vez porque estoy envejeciendo, veo mucho drama. Hay infinidad de gente opaca, necesitada de un halo de ternura. Y la verdad es que deberíamos esforzarnos por teñir la vida de ternura. En cambio, la teñimos... ¡Yo que sé de qué...! Miro el telenoticias y se me saltan las lágrimas. Si no hay injusticia aquí, la hay en la India. ¿Por qué las cámaras no nos enseñan la sonrisa de un niño, cualquier cosa que nos permita creer en la humanidad...?
L.C.- ¿Se levanta rezongando o cantando?
J.M.- En silencio y con un café en la mano. He sido un adicto al café, aunque ahora apenas tomo porque tengo una mala salud de hierro. Xesc Forteza se inventó una especie de cafetera italiana, antes de que se comercializaran las cafeteras italianas, y la tenía en el camerino...
L.C.- ¿Qué le pasa a su salud...?
J.M.- Nada. Padezco los males de la edad, pero los soporto con buen humor. Aunque la muerte no me preocupa, no tengo ninguna prisa por irme.
L.C.- ¿Miente...?
J.M.- No.
L.C.- ¿Por qué dice que no le preocupa la muerte?
J.M.- Porque es cierto. Siempre me he sentido próximo a los muertos. Sobre todo, de joven. Me acercaba a ellos, no me cansaba de mirarlos.
L.C.- ¿Y eso...?
J.M.- Me daban paz. Un cadáver tiene dignidad. ¡Siempre! Aunque la persona, en vida, fuera indigna.
L.C.- Tampoco tendrá prisa por dejar los escenarios.
J.M.- Ni me lo he planteado. Mientras pueda trabajar, lo haré. Puedo memorizar cualquier texto sin dificultad, nadie me nota el dolor de rodillas...
L.C.- Me ha dicho que huía de los recuerdos.
J.M.- Y es cierto. De niño me propuse no mirar atrás para no sufrir. Pasé una infancia horrorosa. Hambre, auto-desprecio... Mi padre, condenado a seis años y un día, estuvo preso en Montjuïc. De tarde en tarde acompañaba a mi madre a visitarle. Barcelona era una ciudad gris, triste, pobre...
L.C.- ¿Qué les decía él?
J.M.- Ni lo sé. Los encuentros se producían en el foso, allí donde las madrugadas fusilaban. En una de estas visitas nos sentamos en la hierba. Apoyé una mano en la tierra y, al apartarla, la llevaba ensangrentada.
L.C.- De un fusilado, claro.
J.M.- De un fusilado. Mi padre se asustó por si nos viesen los soldados. Me alargó un pañuelo y me dijo "torca't, torca't tot d'una!".
L.C.-...
J.M.- ¿Comprende por qué me propuse no hurgar en los recuerdos...? Me hubiesen vencido, hubiera crecido amargado. Y yo ansiaba ser como los demás jóvenes de mi edad, reír como reían ellos...
L.C.- Se hubiera afiliado al Frente de Juventudes.
J.M.- Jamás. En vez de balilla entré en la Artis.
L.C.- ¿Tenía algo que ver, la Artis, con la Dictadura...?
J.M.- Nada. En la compañía había beatos, pero no fascistas. Además, entre nosotros, no hablábamos de política. Ni siquiera de chuetas, lo que hubiera sido lógico teniendo en cuenta que la mayoría de componentes lo eran. Sólo Xesc Forteza se reía de sus ancestros. Pero Xesc era suficientemente sabio como para ponerse el mundo por montera. Afortunadamente todo el odio a lo judío que aún perduraba cincuenta años atrás, ya pasó. Aunque ahora se extiende la creencia de que los extranjeros de los países pobres quitan los puestos de trabajo a los de aquí.
L.C.- Y usted ¿qué piensa?
J.M.- Siento repugnancia ante cualquier actitud xenófoba. Al extranjero sólo le pido civismo. Lo mismo que pido a los adolescentes, que no siempre lo tienen. Aunque no los culpo a ellos, sino a sus padres. Entre todos deberíamos prestigiar la figura del docente, porque a los docentes les hemos robado la auto-estima. Y la educación es básica para cualquier sociedad. Si las escuelas no hacen su trabajo, no hay futuro.
L.C.- Volvamos al teatro. ¿Algún personaje hubiera querido hacer y ya no hará...?
J.M.- Ya lo creo. Hubiera querido meterme en la piel del Ramon Llull joven, del Ramon Llull mundano. Ya no será posible.
L.C.- ¿Qué tiene en proyecto?
J.M.- Nada en concreto. Así que debería decirle que me he propuesto caminar, porque es algo que me recomiendan los médicos. En cambio prefiero compartir con mi mujer los trabajos de la casa, regar los tiestos... Pero los proyectos surgirán. Seguro. El teatro es mi vida... Mire, yo he llegado a fumar cuatro cajetillas diarias de Ducados. He sido un fumador empedernido.
L.C.- Sí...
J.M.- En cierta ocasión, trabajando con Mary Santpere, estuve a punto de quedarme afónico. Y Mary me dijo: "Escolta, nano, cas de continuar fumant hauràs de deixar el teatre per sempre..."
L.C.- ¿Y...?
J.M.- Tiré la cajetilla. ¿Fue un acto de voluntad...? No. ¡De amor al teatro! ¿Qué iba a ser de mi, apartado de la escena...?