Magdalena Ribas | Teresa Ayuga

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Sostiene la mirada. Y sus ojitos, inquietos, no reposan ni un instante. Magdalena Ribas (Santa Margalida, 1949) es enfermera y pertenece a la Congregación de Misioneras Combonianas. Lleva más de tres décadas residiendo en la República del Chad. En Bébédjia dirige el hospital Saint Joseph con capacidad para ciento veinte pacientes. Puede que Magdalena Ribas hiciera girar la bola del mundo y señalara con el índice un punto cualquiera de Àfrica que resultó ser el Chad. Pero lo cierto es que buscó una orden religiosa que estuviera comprometida con el futuro de esta comarca. Daniele Comboni (Brescia, 1831-Jartum, 1881) consiguió que Pío IX accediera a su petición de evangelizar el Àfrica Central. Magdalena Ribas se incorporó a la vida conventual con veintiún años, los de la mayoría de edad. Y después del período de formación viajó al Chad siguiendo, según sus propias palabras, la llamada de Dios. Su padre le respetó el derecho a decidir. Su madre, en cambio, no aceptó de buen grado su marcha. Cuando Magdalena Ribas ingresó en la orden del padre Comboni abandonó un proyecto de vida, aquí, en Palma, que no pintaba mal: había conseguido una plaza de enfermera en Son Dureta de la que no llegó a tomar posesión. Se dejó llevar por sus impulsos. Y sus impulsos la llevaron al Chad. Actualmente dirige el Hospital de Saint Joseph, en Bébédjia. Y lo saca adelante sin subvenciones estatales. Lo fía todo a la buena voluntad. El Gobierno de Castilla-La Mancha ha sufragado, durante once años, el 75% del gasto general del Hospital. Y Sa Nostra participa con 37.000 euros en una investigación médica. Luego están las ayudas particulares, todas de agradecer aunque sean mínimas. Magdalena Ribas llama a todas las puertas en busca de ayuda para su misión social. Y nada la amedranta. Razona: "Jorge Lorenzo y Rafel Nadal son jóvenes y la vida les ha sonreído. Seguro que tienen buenos sentimientos". Y me pregunta: "¿No sabría usted su teléfono o la manera de localizarles...?" Lamentablemente no puedo informarla. Pero Magdalena Ribas, y las gentes como Magdalena Ribas, se merecen arrobas de solidaridad.

Dialogamos un miércoles, a lasnueve de la mañana. Le pregunto qué hora es en su hospital. Me responde:
Magdalena Ribas.- Una hora menos que en Mallorca. Y hoy es día de quirófano. Programamos las operaciones para los miércoles y los viernes. Aunque, claro, siempre hay urgencias inaplazables. Partos, roturas de huesos, infecciones intestinales...
Llorenç Capellà.- ¿Es duro...?
M.R.- ¿Me sonrío...?
L.C.- ¿Por qué no...?
M.R.- Más que duro. Ahora mismo andamos faltos de cirujanos. La mayoría son voluntarios. Nos ayudan dos o tres meses y regresan a su país. Así que hago un llamamiento: si hay médicos que puedan dedicarnos algunos meses, que vengan y los recibiremos con los brazos abiertos.
L.C.- Los hay que sólo disponen del mes de vacaciones.
M.R.- Pues serán bien recibidos. Aunque un mes es poco, porque cuando se han adaptado a las condiciones de trabajo ya se tienen que marchar.
L.C.- ¿A qué condiciones se refiere?
M.R.- A todas las referentes a la tecnología quirúrgica. Usamos el material que en las clínicas europeas desechan por anticuado. Ahora mismo estoy pensando que si Son Dureta cierra, igual sobrará alguna autoclave. ¿Sabe qué es una autoclave...?
L.C.- No.
M.R.- Una especie de olla a presión que sirve para esterilizar. Ya le digo, estamos faltos de todo.
L.C.- ¿Qué enfermedades les traen de cabeza?
M.R.- Depende de la época. En los meses de lluvia nos quita el sueño el paludismo. Es mortal, sobre todo entre la población infantil menor de cinco años. Imagínese la historia: el niño tiene fiebre y los padres confían en que se le pase sin medicación porque el médico está lejos. Y es comprensible porque igual tienen que hacer cincuenta kilómetros en un carro tirado por bueyes...
L.C.- ¿Cómo se cura?
M.R.- ¿El qué...?
L.C.- El paludismo.
M.R.- Con trasfusiones de sangre. Nos llega un niño en coma y a la media hora de la transfusión ya abre los ojos. Ahora bien, para salvarle la vida luchamos contra el tiempo. El pequeño habrá dado señales de estar mal a través de dolores de cabeza y escalofríos. Incluso de vómitos y de tos. Pero los padres, antes de acudir al hospital, miran de curarlo con métodos tradicionales o achacan su malestar a un constipado.
L.C.- Ya.
M.R.- Luego, cuando nos lo llevan, todo son prisas, pero no podemos tratarlo inmediatamente.
L.C.- ¿Por qué no...?
M.R.- ¿Qué sangre le inyectamos...? Necesitamos conocer su grupo sanguíneo y luego comprobar que la sangre del donante, al margen de ser compatible con la suya, no esté contaminada por hepatitis, sida, sífilis o lo que sea. Y, claro, mientras realizamos las pruebas, la vida del niño puede írsenos de entre las manos.
L.C.- ¿No disponen de sangre en reserva?
M.R.- No. Al lado del hospital hay una escuela y, a comienzos del curso, realizamos un análisis a todos los alumnos, lo que nos permite saber cuál es el grupo sanguíneo de cada cual. Entonces, si necesitamos una trasfusión en día laborable reclamamos su ayuda. Pero si es en sábado o domingo, que el colegio está cerrado, no sabemos a dónde acudir.
L.C.- Ya que hablamos de paludismo ¿usted lo ha sufrido?
M.R.- Varias veces. ¿Cómo no voy a sufrirlo si se transmite a través de un mosquito, la hembra del anofeles...? ¡Si los mosquitos vuelan...! Me han tenido que evacuar cinco veces, porque mi estado de salud llegó a ser preocupante. Pero tan pronto me recuperé, me reincorporé al trabajo. Llevo treinta y tres años en el Chad. Lo considero mi casa.
L.C.- ¿Qué le llevó allí?
M.R.- La vida.
L.C.- Pues subió al autobús equivocado. De bajarse en cualquier lugar de Mallorca se hubiera evitado muchos quebraderos de cabeza.
M.R.- Seguro. Pero ¿y la fe...? Antes que enfermera o gestora de un hospital, soy misionera. Y no hay dinero en el mundo que pueda apartarme del lugar que me ha asignado Dios para servir a los necesitados. Soy inmensamente feliz con mi trabajo, con mis problemas, con la pobreza que comparto.
L.C.- Usted es hija de la clase media.
M.R.- Y en casa no me faltaban comodidades ni amor. Pero me dije que todo lo bueno que tenía me lo había dado Dios para compartirlo. Y desde entonces procuro ajustar mis acciones al evangelio.
L.C.- Volvamos al hospital. Seguro que en el servicio de urgencias no se descansa.
M.R.- No. Los problemas más frecuentes son los provocados por hernias, apendicitis, roturas uterinas, partos que precisan cesárea... Y si el día acaba felizmente, el esfuerzo habrá valido la pena. A veces, en los partos, se nos muere la madre o se nos muere el bebé. O se nos mueren los dos. También tenemos que enyesar continuamente porque las roturas son el pan de cada día. Y nada le digo de las quemaduras...
L.C.- ¿Qué pasa con las quemaduras...?
M.R.- Que pueden afectar al setenta o al ochenta por cien del cuerpo. Las viviendas son de material inflamable y, dado que las noches son frías, la familia se acuesta en torno a una hoguera que encienden en el centro. Es suficiente con que durmiendo alguno dé una patada a un leño para que todo arda.
L.C.- ¿Cuándo se refiere a las noches frías...?
M.R.- Hablo de siete u ocho grados. Aunque a las diez de la mañana ya estamos a treinta y llegamos a los cuarenta con relativa facilidad.
L.C.- ¿Y la higiene en las chabolas...?
M.R.- No existe. Y la suciedad genera multitud de enfermedades. Al llegar al Chad me encargué de un proyecto materno-infantil que tenía que ver con la limpieza. La gente hacía, y sigue haciendo, sus necesidades en el campo. Entonces mandé que se cavaran letrinas y pozos para evacuar suciedad y excrementos. Fue durísimo, porque los hombres que bajaban a los pozos solo podían cavar unos minutos y ya pedían que se les subiera a la superficie. Se ahogaban. Yo llegué a bajar a uno de cuarenta y ocho metros para ver lo que pasaba. Y lo comprendí. Hacía un calor insoportable. Aquello era el infierno.
L.C.- ¿Y...?

En el Chad he conocido la dureza de la vida en todas sus formas. Pero, aún así, no me he acostumbrado a ver sufrir a la gente”

 

M.R.- Acortamos los turnos. En el Chad he conocido la dureza de la vida en todas sus formas. Pero, aún así, no me he acostumbrado a ver sufrir a la gente. De cada cinco niños, tres morirán antes de cumplir los cinco años. Y los niños llegan al mundo para traer alegría, no para morir.
L.C.- ¿Y para matar...?
M.R.- ¿Qué quiere decir...?
L.C.- En Àfrica hay niños soldados.
M.R.- Uno de ellos me apuntó con una metralleta. Estábamos en situación de domicilio vigilado...
L.C.- ¿Qué significa esto?
M.R.- Que las monjas del hospital despertábamos las sospechas del ejército por algo. Igual por ser blancas ¡qué sé yo...! No podíamos salir a la calle a partir de ciertas horas de la noche sin un permiso especial y yo, sin tenerlo, salí para atender a una parturienta. Fue cuando me encontré con el niño armado frente a mí. Supongo que lo habían drogado. Jamás podré olvidar su mirada.
L.C.- Entre las enfermedades más extendidas no me ha mencionado el sida.
M.R.- Porque hasta hace poco tiempo su incidencia no ha sido alarmante. En el año noventa, en el Chad, había un 0,04 de seropositivos.
L.C.- Pocos.
M.R.- Poquísimos. Ahora, en cambio, la proporción ha aumentado de forma espectacular debido al petróleo. Se están abriendo pozos y más pozos y continuamente llega gente de fuera. En el dos mil, una población de catorce mil personas se incrementó con otras siete mil. Todos hombres. ¿Sabe lo que supone esto...?
L.C.- Prostitución.
M.R.- Y en el Chad apenas la había, porque un hombre puede llegar a tener cuatro esposas. Pero ahora la hay. Ello ha supuesto un aumento incesante de las enfermedades venéreas. Se dará cuenta de la magnitud del problema si le digo que en el hospital disponemos de cincuenta camas para atender exclusivamente a los enfermos de sida o de otras enfermedades de origen sexual.
L.C.- ¿Y el preservativo...?
M.R.- En el 40% de los casos no sirve. Las multinacionales han invadido el país de preservativos. Regalan el primero, el de propaganda. Luego los usuarios tienen que comprarlos. Y puesto que el dinero escasea, guardan los usados en el bolsillo y los vuelven a usar una y otra vez. Así que ya me dirá: es peor el remedio que la enfermedad.
L.C.- ¿La poligamia está muy extendida?
M.R.- Sí, sobre todo entre los musulmanes. La casa del polígamo suele estar rodeada por una valla de madera o de paja. Desde la calle se accede directamente a su vivienda. Y una vez dentro, por la puerta posterior se puede ir a las otras viviendas, más pequeñas, que corresponden a sus mujeres. Cada esposa tiene la suya propia. Y el marido las visita cuando le viene en gana.
L.C.- ¿Y los celos?
M.R.- Se dan principalmente entre las dos primeras esposas cuando se instala en el recinto la segunda. La tercera y la cuarta ya se van aceptando más o menos de buen grado. Aunque los celos se dan, no en vano más de una vez se ha venido una, al hospital, con la oreja de la otra.
L.C.-...
M.R.- Sin embargo los hijos de todas ellas se relacionan sin problema alguno. Y comparten la vivienda de la madre hasta la iniciación, que es cuando pasan de niños a adultos.
L.C.- ¿En qué consiste la iniciación?
M.R.- Es un rito secreto. Sé que les obligan a olvidar todo lo concerniente a la infancia. Y a las niñas, en concreto, les practican la escisión del clítoris.
L.C.- ¿Y ustedes...?
M.R.- Luchamos contra estas prácticas con la palabra. Pero desde el más escrupuloso respeto a sus costumbres, porque si les ofendemos nos considerarán sus enemigos.
L.C.- ¿A qué hora se levanta por las mañanas?
M.R.- A las cinco. Y antes que nada, oración y misa. Después, desayuno. Y a las siete ya estoy en el despacho. O arreglando una bomba de agua que no funciona o conduciendo la furgoneta en busca de algún enfermo que no tiene posibilidades de llegar a la consulta por su propio pie.
L.C.- ¿A qué hora se retira?
M.R.- Si no hay urgencias, a las seis y media de la tarde. Dedico un tiempo a la oración, ceno y comparto media horita de charla con las demás monjas.
L.C.- ¿Y a la cama...?
M.R.- Si el generador funciona, me concedo un rato de internet. No demasiado, porque la electricidad es cara. Luego, me voy a dormir.
L.C.- ¿Qué la despierta durante la noche?
M.R.- Nada. Ni el vuelo de los mosquitos. Si estamos en la época de lluvias duermo bajo techo. Los otros meses, en el patio. El calor es insoportable. Cuando salí de allí, en mayo, estábamos a cuarenta y ocho grados. Pero para el pobre cualquier época del año es dura. Ahora, en enero, con el viento del desierto empezará la meningitis.
L.C.-...
M.R.- Regreso allá a principios de noviembre. Después de un viaje por Europa lo paso mal. Comparo las condiciones de vida de aquí con las de allí y no puedo evitarlo: se me remueven las entrañas.
L.C.- ¿Qué foto hay en su mesilla de noche?
M.R.- La de mis padres. Si a mi padre le preguntaba cómo estaba, me respondía: ¿Y tu...? Y si le decía que bien, me replicaba que estando yo bien, él también lo estaba. Fue un hombre bueno. Si desfallezco, me apoyo en sus palabras.