Todos mis recuerdos de Navidades pasadas son buenos: siempre ha sido un tiempo de cordialidad, de buenas comidas y de vinos especiales, los que no bebemos en días laborales ni fines de semana. Pero la alegría navideña tiene un precio. Y lo pagan los que tienen que hacer colas en el mercado y tiendas especializadas y guisando durante largas horas. Mi papel navideño siempre ha sido a dos niveles: visitas muy tempranas al mercado y muchas horas al pie del fogón. Y no me quejaba, porque a quien le gusta cocinar también lo pasa bien comprando en el mercado. El gran Paul Bocuse iba al mercado principal de Lyon todos los días, aún cuando tenía tres estrellas Michelin.
Pero llegó el día en el que yo quise apartarme del entorno festivo: quería estar totalmente solo en Navidad y Año Nuevo. No quería tener que planear comidas, hacer listas de ingredientes, ir volando al mercado, estar en la cocina hasta las dos de la madrugada. Pero no es fácil ir a contracorriente en asuntos sociales navideños: hay fuego amigo por todas bandas y, además, la gente te toma por loco. Sobre todo mi hija, que pensaba que mi idea era una bobada o, quizás, una demencia. Mi deseo de pasar una Navidad solo en casa se quedó aparcado durante unos años, pero finalmente decidí hacer caso omiso a las protestas de familia y amigos y pasé una Navidad y Año Nuevo en solitario. Y fue una pasada.
Tenía intención de pasarlo realmente bien en la mesa, pero sin enredarme en la cocina, sin hacer listas, planes… o colas. Dejé la compra hasta el último momento posible, pero no había ni pizca de estrés. Para Nochebuena mi plato era fish and chips, pero no fui a El Corte Inglés a comprar el bacalao fresco hasta las nueve menos cuarto de la noche. Si no lo hubiera encontrado, habría hecho otra cosa, una lata de sardinas o mejillones, si fuese necesario. Iba así de libre por la vida. Pero había filetes de bacalao fresco y compré el más grande: medía 30 cm de largo. Un verdadero jumbo. Hice una pasta de rebozar con cerveza y freí el enorme filete en un wok de poca profundidad pero súper ancho.
El resultado fue espectacular, el rebozado crocante y sabroso. Para las patatas fritas empleé la variedad kennebec (patata de Galicia) en triple cocción: hervidas durante cuatro minutos, pochadas a 160 grados y fritas a 210 en el momento de servir. El gran Bocuse las hubiera hecho igual de buenas, pero no mejores. Gracias a la kennebec, no a mí. Entre mis otros platos navideños había un kilo de ostras francesas con un fino La Ina, salmón ahumado, pichón asado, pechuga de pato a la plancha, hígados de conejo salteados sobre arroz basmati, mejillones al vapor y espaguetis con almejas. Por cierto, no estaba exactamente solo en casa porque tenía la compañía de mis más de 2.000 libros y había hecho una selección de unos 20, todos de textos cortos: ensayistas ingleses como Lamb, Hazlitt, Addison y Orwell, americanos como Thurber y Perelman, canciones de Brassens y Brel, poesía de Hardy y Frost y los relatos cortos de Hemingway, que siempre están en mi mesita de noche. Eso sí es pasar una buena Navidad.
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