otografía de archivo del jugador argentino Diego Armando Maradona con la Copa del Mundo tras derrotar la selección argentina a Alemania en el estadio Azteca el 29 de junio de 1986 en Ciudad de México (México). | ARCHIVO

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Diego Armando Maradona, fallecido este miércoles a los 60 años de edad en su casa de un ataque al corazón, será ídolo eterno antes incluso de su muerte. Pasará a los anales de la historia como algo más que un simple tótem futbolístico que rozará la iconidad pop, carne de pósters y camisetas para la eternidad gracias a una biografía marcada por sus subidas plagadas de éxitos inigualables y de caídas incontables hasta el infierno.

Su actuación en el Mundial de México 1986 encumbró a «El Pelusa» hacia los cielos en un país que desde que alzó la copa más importante del planeta en el Estadio Azteca decidió convertir a Maradona en un héroe. Y es que, el astro argentino pasó de la pobreza de Villa Fiorito a protagonizar los momentos más importantes de la historia del fútbol argentino y mundial.

Su adiós marcará un antes y un después de un pueblo que no podrá olvidar a una figura que comenzó a golpear un balón en la periferia de Buenos Aires. Nacido un 30 de octubre de 1960 en una familia humilde, Maradona hizo del fútbol una obsesión con la que consiguió salir de Villa Fiorito después de forjarse en equipos como el Infantil de Estrella Roja y el Cebollitas.

Con 11 años, pasó a las categorías inferiores de Argentinos Juniors para debutar en el primer equipo el 20 de octubre de 1976. Esa fecha, con 16 años, comenzó la leyenda de Maradona, que pronto vivió su primer disgusto y su primera polémica tras no ser citado por César Luis Menotti para disputar el Mundial de Argentina 1978.

Maradona, en la prelista, no jugó un campeonato que encumbró a Mario Alberto Kempes y que no pudo ver al joven que deslumbraba en Argentinos Juniors participar en la gesta de un país que vibró con el primer Mundial que ganó Argentina en su historia. El disgusto, mayúsculo para «el Pelusa», siempre quedó grabado en su memoria.

Ni siquiera el Mundial sub-20 que lideró en Japón en 1979 y del que fue el máximo goleador hasta dar el título a su selección, alivió el enfado de un chaval que cambio de aires en 1981 para fichar por Boca Juniors, club en el que ganó la Liga ese año como anticipo de su segundo gran reto, el Mundial de España 1982.

Atrás quedaron momentos grandiosos en Argentinos Juniors, como los cuatro goles que marcó al portero Hugo Gatti para cumplir la promesa que le hizo a una figura clave en aquellos días, su representante Jorge Cyterszpiller. Así contestó a unas declaraciones de «Loco», que antes del duelo dijo que la prensa estaba inflando a Maradona.

De Boca saltó al Mundial de España y ahí vivió su segunda decepción deportiva. Argentina llegó hasta la segunda fase de grupos y Maradona acabó desquiciado por un defensa italiano de nombre Claudio Gentile, que hizo uno de los marcajes más recordados de la historia del fútbol.

Sin conseguir su sueño mundialista, Maradona cambió de aires y cruzó el charco para jugar en Europa. Su destino, el Barcelona, fue un efímero sueño azulgrana después de pagar 1.200 millones de las antiguas pesetas. Las lesiones, sobre todo aquella producida por la famosa entrada de Andoni Goicoetxea, y las trifulcas de aquella final de Copa ante el Athletic de 1984, eclipsaron las múltiples filigranas de un hombre que llegó a rendir al estadio Santiago Bernabéu con un gol para el recuerdo.

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El mismo Maradona reconoció que en Barcelona inició su coqueteo con las drogas. Tal vez esa fue su condena eterna, la que provocó sus posteriores altibajos que en un principio fueron eclipsados por su protagonismo en el Nápoles, su siguiente destino entre 1984 y 1990, y por su Mundial, el de México 1986.

Él sólo se encargó de dirigir hacia el éxito a dos equipos que no habrían sido nada sin Maradona. Sus dos Ligas en el Nápoles (1987 y 1990), inéditas y únicas en un equipo del sur, crearon una religión maradoniana similar a la que adoptaría Argentina en 1986 tras el éxito de México.

Allí fue donde el astro argentino, a las órdenes de Carlos Bilardo, se consagró para siempre. Ese campeonato simbolizó a la perfección lo que era Maradona: genio con aquel gol a Inglaterra inmortal en la narración de Víctor Hugo Morales y demonio en la «mano de Dios» en el mismo encuentro.

Amado por los argentinos y odiado por los ingleses, humillados sobre el césped tras su victoria en la guerra de las Malvinas, la final frente a Alemania, con victoria para la albiceleste, encumbró definitivamente a un hombre con una zurda prodigiosa, una velocidad endiablada y una visión del fútbol inabarcable como nunca antes.

Después de aquella victoria y de la Liga de 1990 con el Nápoles, sólo llegó la decadencia. El Mundial de Italia fue casi una tortura que acabó con una pitada en la final a su himno por parte del público que se congregó en Roma para ver su derrota con aquel penalti marcado por Andreas Brehme.

De Nápoles pasó a Sevilla, donde dejó aquella imagen para el recuerdo haciendo malabarismos con una pelota de papel, y de Sevilla se fue a Newell's Old Boys para acabar su carrera en Boca en la temporada 1997/98. Entre medias, disputó el Mundial de Estados Unidos 1994, que culminó con una salida anticipada tras dar positivo en un control, el segundo que protagonizó a lo largo de su carrera.

Finalizada ésta, su final, 22 años después, parecía anunciado por una vida marcada por la polémica: en 2000 viajó a Cuba para superar su adicción a las drogas; en 2004, sufrió una miocaddipatía por la que fue ingresado dos veces; en 2005 se sometió en Colombia a una reducción de estómago para bajar su peso de 120 a 75 kilos.

En marzo de 2007 estuvo ingresado en dos centros, uno de ellos, una clínica psiquiátrica; después pasó sin gloria por los banquillos de Argentina (eliminado en cuartos de final del Mundial de Sudáfrica 2010), del Al Wasl emiratí, el Al-Fujairah de Emiratos Árabes, del Dorados de Sinaloa mexicano y finalmente el Gimnasia y Esgrima de La Plata, su club actual.

Entre medias, expresó su admiración por el papá Francisco, mostró su cercanía por el régimen de Cuba, por la Venezuela de Nicolás Maduro y por la Nicaragua de Daniel Ortega.

Dijo que Fidel Castro fue su «segundo padre» y al final, 30 años después de su última gran victoria con el Nápoles y 34 de su instantánea en el Estadio Azteca, murió para convertirse en una imagen icónica al estilo Ché Guevara, capaz de acaparar halagos y críticas en una misma frase. Pero hay algo es innegociable: su fútbol, no se toca.