Moyà y Larsson, en un momento del partido disputado en Son Moix. Foto: MONSERRAT

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El Barça hizo trizas al Mallorca y empujó al grupo de Cúper un poco más cerca del abismo. El fútbol bermellón es plano y falta gasolina. Con tanto plomo metido en la mochila, salir del sótano resulta un asunto complejo, casi quimérico. Además de llevarse por delante a su frágil adversario en Son Moix, el líder encontró en Palma el partido ideal para encadenar su décimocuarta victoria consecutiva en Liga y divisar ya en el horizonte el récord histórico, en poder del Madrid de Di Stéfano. Para no perder la costumbre, el Mallorca arrancó con ganas, aunque sin munición; entregó las armas a las primeras de cambio y se derrumbó tras la expulsión de Eduardo Tuzzio y la entrada de Messi, que selló dos goles. Con poco, muy poco, el Barça se dio un festín (0-3).

Y es que el grupo de Rijkaard jugó con el freno de mano hasta que apareció Messi. Incluso la hinchada se permitió el lujo de sonreir en el primer cuarto de hora. Craso error. El Barça hizo lo que quiso y Ronaldinho se permitió el lujo de no sudar ni una gota. En parte, porque enfrente tenía a un equipo que definitivamente ha entrado en la UVI, que vive enganchado al suero, a la respiración asistida y que se hunde en los suburbios. A la mínima que algo no va bien, enferma.

Por eso ya no logró levantarse tras el gol de Giuly y por eso acabó cediendo una derrota dolorosa. Después de que el francés rentabilizara el pase de Deco en los estertores del primer acto, todo fue distinto. Ese gol se clavó como un cuchillo en el espíritu isleño, que no anda para muchas fiestas y que acumula ya siete jornadas consecutivas sin celebrar un triunfo y tres meses sin ganar en Palma... A partir de ahí, todo pareció débil, enclenque, confuso. Farinós y Doni no eran capaces de darle vida al balón, Cortés y Navarro sufrían por los flancos, y apenas había noticias de Arango. Sólo el coraje de Okubo, que se peleó contra el mundo, acicalaba el aspecto del Mallorca.