El mallorquinismo empieza a familiarizarse con su nuevo equipo y se
ve más cerca que nunca de la salvación. Es cierto que el conjunto
de Manzano lleva dos semanas sin ganar, pero también que amontona
otras cinco consecutivas sumando y que el atasco de la zona baja,
lejos de disolverse, se va agrandando semana a semana. Con esos
argumentos en la mano, la hinchada ha liberado su optimismo y
aunque ayer se quedó con las ganas de repetir lo conseguido hace
dos jornadas, se fue de Son Moix con la sensación de que la
evolución sigue sin interrumpirse.
El estadio volvió a presentar sus mejores galas en un tarde
primaveral, casi veraniega, que reunió a casi 17.000 espectadores
en las gradas. En esta ocasión, la mejoría del cuadro balear y el
reclamo que supone todo un cuartofinalista de la Liga de Campeones
pudieron con las otras alternativas de ocio que brindaba la tarde
palmesana y configuraron un ambiente muy especial. Las banderitas
que repartió la compañía aérea LTU inundaron todos los rincones del
recinto desde una hora antes del comienzo del choque y aportaron el
toque necesario para que los jugadores se sintieran tan arropados
como lo estuvieron frente al Madrid. Sin embargo, antes de que el
balón se pusiera en movimiento Mallorca y Villarreal se sumaron a
los fastos del «Día del Àrbitro» -que el público no respaldó en
ningún momento- y a partir de ahí, Ramírez Domínguez asumiría un
protagonismo casi absoluto, ya que acabó destrozando una cita que
parecía diseñada para acicalar la imagen del colectivo.
El inicio del encuentro fue especialmente atípico y muchos de
los que se incorporaron con retraso al encuentro se perdieron el
gol rojillo más tempranero del ejercicio. El argentino, que no
marcaba desde el histórico partido ante el Betis del curso pasado,
le endulzó la tarde a la parroquia con uno de sus testarazos y
encarriló la jornada, pero también propició una relajación que
acabó perjudicándole.
Después, el partido se fue deteriorando y el colegiado empezó a
redactar su particular catálogo de despropósitos. La mecha la
encendió obligando a Prats a cambiar de indumentaria cuatro minutos
después del pitido inicial. Lo que sorprende es que el trencilla
cordobés tardase tanto en comprobar que los colores de guardameta
local coincídian con los de su camiseta. El de Capdepera cambió
entonces el negro por el naranja y el protagonista de la tarde
respiró aliviado antes de prolongar su espectáculo. Ese detalle
terminó de alterar a una hinchada que no acababa de comprender los
actos que se habían programado antes del encuentro.
Después, el juego espeso de los dos equipos se fue trasladando a
las tribunas, que tras el empate del Villarreal contemplaron uno de
los actos más monótonos de lo que llevamos de torneo.
Afortunadamente, ahí estaba Ramírez Domínguez para animar de nuevo
el enfrentamiento y seguir celebrando su día grande. Menos mal.
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