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Fernando Fernández
En la retina de los aficionados aún está aquella ascensión a Alpe d'Huez. Corría el mes de julio de 2003 y las 21 curvas más famosas del ciclismo mundial volvían a recibir a la caravana del Tour. Sólo Fede Etxabe había podido coronar la cima mágica de la Grande Boucle, incluso por encima del legendario Tourmalet. En plena «fiebre naranja», el Euskaltel se proponía reventar el reinado de Lance Armstrong.

Ibán Mayo y Haimar Zubeldia permitían al ciclismo español tener una dosis de protagonismo que con Beloki se quedó a medias. Mayo se propuso entrar en la leyenda, inscribir su nombre en una estación de esquí más famosa por las bicicletas que por la nieve. Pedalada a pedalada, giro a giro, rodeado por miles de aficionados, muchos de ellos vascos, giró a la izquierda nada más coronar y enfiló la recta de meta que le llevaba a ganar una etapa en el Tour de Francia. Y no era una etapa cualquiera.

Caía sobre las espaldas de Mayo la responsabilidad de luchar por la general, de liderar a un Euskaltel-Euskadi que se erigía en alternativa al US Postal. Venía fuerte de la Dauphiné-Libère (ganó el prólogo y la cuarta etapa) y se consagró en la carrera por excelencia. No podía imaginar que era el principio de un largo túnel.