La Dra. Lorena Francés, especialista en Psiquiatría y en Psiquiatría del Niño y el Adolescente de la Unidad de Neurociencias de Juaneda Hospitales, es una experta en trastornos del neurodesarrollo: autismo, déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y otros problemas que afectan a la salud mental de los más jóvenes y que pueden condicionar desde su rendimiento escolar a su supervivencia.
—¿Qué patologías tienen los niños y los jóvenes en el ámbito de la salud mental?
—Están, en primer lugar, aquellos trastornos que acompañarán toda la vida a quienes los padecen. Son los trastornos del neurodesarrollo, que van desde la discapacidad intelectual, que puede ser leve, moderada o grave; de la comunicación y del lenguaje, que son expresivos, comprensivos, el tartamudeo o el trastorno pragmático del lenguaje; el TDAH, la dislexia, el autismo, los trastornos del aprendizaje (en las matemáticas, en la lectura y en la escritura). Y también están los trastornos motores, por tics que pueden ser de coordinación, de trastorno o el síndrome de Gilles de la Tourette (con varios tics motores y uno o más tics vocales).
—¿Qué se puede hacer ante estos trastornos?
—En casos como el TDAH o la dislexia, si lo diagnosticamos de forma precoz podemos empezar un tratamiento temprano y reducir las consecuencias, que pueden ser, siguiendo con el ejemplo del TDAH, conductas impulsivas, de consumo de drogas, temerarias. El TDAH y la dislexia se asocian al fracaso escolar. También es frecuente la comorbilidad entre los trastornos del neurodesarrollo, es decir, que el TDAH se presente en un porcentaje elevado asociado a una dislexia. Insisto que es importante actuar cuanto antes. En la atención al lenguaje hay una «ventana de oportunidad» que dura hasta los seis años y que superada esa edad ya ha pasado y de modo que se hace más difícil la mejoría a través de una intervención.
—¿Cómo pueden ver las señales de alarma los padres o docentes?
—Si sienten alguna preocupación porque ven que el niño tiene problemas en su desarrollo, que es un niño irritable, que lee más lento de lo normal, que es más nervioso, no socializa bien o lo hace de forma diferente o tiene problemas… Todo eso se ve y es síntoma de que algo no funciona. Ante esas percepciones hay que consultar cuanto antes con el pediatra que, desde el mismo modo que se puede hacer desde el colegio, puede poner en marcha los protocolos de diagnóstico. Para atender bien a estos casos es muy importante la historia escolar, sin la cual no podemos acabar de hacer un buen diagnóstico. Tenemos que conocer el medio natural de los niños, que es el colegio y el hogar y saber cómo están en esos entornos.
—Existen corrientes que señalan que ahora hay más casos de niños con Síndrome de Asperger que antes, del mismo modo que tras un boom de concienciación sobre el TDHA ahora hay voces científicas que lo cuestionan. ¿Qué hay de verdad en todo esto?
—Respecto a los casos de niños con Asperger, un problema que se encuadra dentro del abanico de trastornos del espectro autista (TEA), hoy se conocen más casos porque antes no se diagnosticaban, no se conocía tanto su existencia. A medida que ha ido aumentando el conocimiento de los profesionales y la concienciación social, ha habido más diagnósticos.
—¿Pero cómo pasaban desapercibidos?
—Pues porque muchas veces los asperger eran tachados simplemente de «raritos», incluso en algunas ocasiones eran mal diagnosticados de esquizofrenia. Hay aspergers que no pueden salir de casa, pero hay otros que no tienen ninguna disfunción o la que tienen, al ser social, no le repercute si no abandona su entorno y sus cosas, aunque si se compara con las personas que se consideran normotípicas se ve que no se relaciona de la misma forma, o no disfruta de las misma cosas. Tal vez tendríamos que cambiar el modo de ver el mundo y no verlo solo desde el punto de vista normotípico, englobarlo en la neurodiversidad. Por otra parte, algunos autismos más profundos se mal diagnosticaban como esquizofrenia hebefrénica. Ahora hay más estudios, más conocimiento y mejores y más herramientas diagnósticas.
—¿Y respecto a la controversia sobre el TDAH?
—Hace más de 120 años que se hizo la primera descripción de un niño hiperactivo, por parte de Geroge F. Still. Posteriormente se desarrollaron el metilfenilato y los derivados de las anfetaminas que mejoraban los síntomas. A nivel neurobiológico los pacientes con TDAH tienen menos dopamina, lo que hace que en la corteza prefrontal del cerebro, que es donde están concentradas las funciones ejecutivas (atención, concentración, planificación e impulsividad) se produzca un descontrol. El derivado de la anfetamina aumenta la dopamina, igual que si se le diera café, por la cafeína. A una persona que no tiene TDAH se le da un exceso de café, esa medicación, anfetaminas u otros estimulantes, y se excitará. Sin embargo, a un paciente de TDAH le calma, porque se igualan los niveles de dopamina. Es cierto que la corriente psicoanalítica niega el TDAH, alegando que es una invención de la farmaindustria. Otra corriente señala que existe un sobrediagnóstico de casos de TDAH, cuando la evidencia científica señala todo lo contrario, que hay un infradiagnóstico.
—¿Puede haber alguna circunstancia que haya generado un aumento de la ansiedad o de la hiperactividad en los niños?
—Sí, el abuso de pantallas puede tener esa consecuencia. Ese abuso puede generar hiperactividad y retrasos en el lenguaje. Si tras un diagnóstico clínico (por la observación del paciente) del TDAH se hace una exploración con las herramientas adecuadas a nivel neuropsicológico y se examina el informe escolar, todo eso ayudará mucho a saber si el problema es sólido o pasajero. Ante un diagnóstico de TDAH hay que descartar que no haya un caso de ansiedad, una depresión o que el niño no esté atravesando un mal momento vital. Todo eso se tiene que descartar para hacer un buen diagnóstico.
—Preocupa mucho el fenómeno de los suicidios y de las autolesiones en adolescentes, fenómeno este último que parece ser que los confinamientos por el COVID19 incrementó.
—Es cierto que cada vez hay más suicidios entre adolescentes. Es una edad muy difícil, en la que se establece una identidad y que es un periodo de crisis en el que la personalidad se va desarrollando. La adolescencia es un período de mayores requerimientos sociales y en el que hay muchísima exposición a redes sociales, información, cíber-acoso… No es igual que hace 20 años, por ejemplo. También hay muchas conductas de imitación. Las autolesiones son con frecuencia conductas que se copian de otros adolescentes. Estos fenómenos se ven incrementados en estos momentos por la mayor exposición en redes sociales y similares. El exceso de información puede afectar negativamente a una población vulnerable que está atravesando una crisis vital. Esa crisis es normal, pero a algunas personas puede ponerlas en situación de vulnerabilidad. Que las noticias de suicidios se den con demasiados detalles, con un exceso de información, pueden llevar a una incitación. La difusión de estas noticias tienen que ir acompañadas de unas normas de contención para evitar sugerir ideas sobre estas conductas suicidas en personas que ya las tienen.
—¿Cuál es impacto del bullyng, que parece que antes (el acoso escolar no es nuevo) no era tan grave?
—Es que ahora todo se multiplica por mil por la revolución de las redes. Antes el acoso era en el aula, ahora es en el aula, en las redes sociales, a través del whatsapp… También ahora la inmediatez de la sociedad, también condicionada por las redes sociales, aumenta ese impacto, que se multiplica, y las agresiones por las redes, al ser anónimas, se vuelven más agresivas y crueles detrás de un anonimato. Antes también había bullyng y casos de suicidio por esa causa, pero probablemente era un problema circunscrito al colegio. También es cierto que ahora se es más vulnerable pero se tiene una ayuda de la que antes se carecía.