Van Morrison dio un auténtico recital con el saxo alto. Foto: JOANA PÉREZ

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Esa velada de la que careció el verano musical, tuvo que llegar con el otoño. Algo realmente importante como es una nueva visita del «León de Belfast», esperada desde hacía meses, y con ese carácter multitudinario de los grandes conciertos, no sólo por lo popular, de esos ya hemos vivido en exceso en esta época estival, sino por ese valor musical que confirma la transgresión temporal. Y además, por añadidura, una oferta complementada con Santiago Auserón, uno de nuestros músicos y cantantes más elitistas.

Un «dos en uno», con no muchos puntos en común, amén de su desaversión por la política norteamericana y ese traje correctamente abrochado desde el inicio, que sólo poco más de la mitad de unos cinco mil asistentes estuvieron dispuestos a resistir. Y la verdad es que con Morrison la velada podía darse por perfectamente completada.

El León ruge de nuevo, y lo hace como en sus mejores tiempos. Su último trabajo, «Down The Road», caballo de batalla que le ha paseado con éxito a lo largo de toda su gira estival, fue también, junto con alguno recuerdos de trabajos anteriores como «The Hearling Game», el material sonoro con el que obsequió al público palmesano: piezas de auténtico lujo musical. Como siempre, no esperó a nadie, es más, cinco minutos antes de la hora establecida, Morrison sorprendía a buena parte del público sin alcanzar aún sus localidades. La noche se prometía intensa y sin tregua, y así fue.

Su regreso a las genialidades del blues y rhythm and blues, le sientan de lo mejor, incluso a ese malhumorado aspecto que gasta, sin llegar a esconder tras las gafas de sol y debajo del habitual sombrero calado hasta las orejas. Morrison llegó a sonreír al menos en dos ocasiones, y ello indicaba que todo iba bien, la banda afinada y mucho más que correcta, se mostraba inconmensurable. Y para estar a la altura de las circunstancias, flirteó escasamente con la armónica, rasgó con decisión su guitarra, pero sobre todo, dio un auténtico festival con el saxo alto, pasando de cantante a integrarse como uno más de los estupendos instrumentistas de la banda.

La noche pudo terminar ahí, pero aún había más. Quedaba la segunda promesa destacada para la velada. Juan Perro no lo tenía nada fácil, aunque, después de un imprescindible paréntesis por cuestiones de escenario, que no vendrían nada mal, sólo tendría que combatir con el eco dejado por su predecesor en el Coliseo Balear, pues que los que aún tatareaban los ritmos del irlandés, marchaban ya hacia casa.

Santiago Auserón se encontró con incondicionales que abandonaron sus asientos en las gradas, para pisar la arena y vivir de cerca, y con intensidad, las propuestas de ese nuevo «Cantares de vela». Alguien dijo: «Hay que superar al telonero»; pero lo mejor era intentar olvidar lo inolvidable, y centrarse en esa nueva historia como hizo la mayoría.