Ambiente tranquilo. Sin aglomeraciones ni prisas, jibarizados los asistentes por las dimensiones colosalistas de un Palma Arena obligado a acoger espectáculos de todo tipo para amortizar su colosal presupuesto. Ambiente casi frío, o si se quiere, civilizado, acotado entre las distintas secciones en que se dividió la pista y que ayudó a realzar los amplios vacíos de un aforo que no se llenó. Faltaba el gentío, pero no la afición.
Ganas de ver y escuchar al monstruo, compartidas por gentes muy distintas: hace tiempo que el flamenco dejó de ser espectáculo reservado. Pandillas, parejas o familias, mayores y jóvenes, payos y gitanos. Juntos pero no revueltos, confraternizando rodeados de un cinturón de chiringuitos con perros calientes y cervezas que no hicieron su agosto.
Farruquito se hizo esperar sin que la gente se impacientase. El piano empezó a sonar casi media hora después de la hora anunciada. Todos de negro. Una banda impresionante, por cantidad y calidad. Lo mejor sin duda del concierto: cante, guitarra, percusión, violín. Profesionalismo y estilo, raza y arte. Doce músicos, como doce apóstoles, sólido soporte que no desfalleció un solo instante. Inspirados y elocuentes, en solitario o en grupo, siempre mimados por una luminotecnia eficaz. Nadie ni nada quedó fuera de un guión persuasivo: vídeos en tres grandes pantallas para acunar el regreso del bailaor a las tablas. Los músicos pusieron la ortodoxia, los vídeos añadieron el look moderno. Y él, el deseado, vitoreado y piropeado, en medio. Severo y ajustado a los cánones de cada uno de los palos, pero también flotante y sinuoso como un genio en libertad.
Bailó poco, se administró mucho, con traje distinto (también las botas) para cada uno de los números, que fueron pocos pero largos e intensos. Farruquito cuida mucho estos primeros compases de su nueva etapa y se reserva. A veces en segundo plano, casi siempre buscando la interacción con los cantaores, pocas veces desmelenado. Se exhibió lo justo, y con ganas. Zapateado y giros, lo más brillante, con unos pocos detalles de su particular estilo a la hora de patear ('chulo', 'guapo'). Mención aparte para Manuel (ex de Lole) que ejerció de patriarca y se marcó varios solos desgarradores de cantautor que hicieron justicia al eslogan: puro sentimiento. El final, anticlimático, cerró el círculo: empezó como se inició la velada, pero de blanco riguroso. El color de la resurrección.
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