Margot Robbie y Cillian Murphy dan vida a Barbie y Oppenheimer.

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Si algo bueno tienen las redes es su potencial para sacar las cosas de quicio. Para bien y para mal. Hoy llegan a los cines dos películas que, a priori, no pueden tener menos en común. Barbie, la cinta dirigida por Greta Gerwig sobre la icónica muñeca de Mattel. Por otro, Oppenheimer, de Christopher Nolan, sobre el físico que lideró la carrera nuclear y llevó al éxito a los yankees al alcanzar la deseada bomba atómica. Exuberancia rosa, todo nice y una paleta de colores imposible de pastelear más frente al drama, la destrucción y la que puede ser la explosión más espectacular de la historia del cine. Cualquiera diría que compararlas es como poner a pelear a un oso grizzly con uno de peluche, y, sin embargo, hay batalla.

La principal es la de los números. ¿Cuál ganará, mejor por goleada, en taquilla? Es pronto para saberlo, aunque la campaña de marketing de Barbie se estudiará en las escuelas y todo apunta a que lograrán ventaja como el fenómeno cinéfilo del año. Pero lo cierto es que más allá del ránking de recaudación, las cintas plantean no solo formas totalmente diferentes de entender la estética, sino que tienen potenciales trasfondos éticos y filosóficos de interés.

Para empezar, Barbie es el estereotipo por antonomasia de la mujer modelo del patriarcado. Esa visión perfecta e imposible en sí misma. Curiosamente, no fue siempre así. La muñeca nació como un ejemplo para las niñas de que se podía ser más que solo amas de casa y madres. Así la ideó Ruth Handler, su creadora, en 1959.

La cinta de Gerwig recupera parte de esta idea ya que la muñeca, a quien da vida Margot Robbie, es expulsada de su mundo perfecto y enviada al mundo real. Eso es lo que les puede ocurrir a tantas personas que han crecido siempre bajo las constricciones de lo normativo. Y no hablamos solo de mujeres.

Cuando cae el mundo de perfección, de sombras platónicas, de cánones que son, por definición, limitantes, es cuando la diversión comienza porque el mundo real se muestra con toda su variedad, diversidad y sus posibilidades, y el mundo perfecto se revela como una simple apariencia, un reflejo.

Por otro lado, Oppenheimer plantea un clásico de la ética: ¿Es lo mismo poder y deber? El contexto histórico en el que se mueve la cinta parece anular cuestiones morales. Como los nazis pretendían la bomba y lo nazi es el epítome del mal, está bien que los americanos llegaran antes porque, ¿qué habría hecho Hitler con la atómica en su poder? Pero la realidad es que Hitler no la desarrolló y los americanos sí y masacraron Hiroshima y Nagasaki para acabar con la Segunda Guerra Mundial.

No hay duda de que el control de la fusión nuclear es un hito científico e histórico sin precedentes, y Oppenheimer, con el resto de mentes brillantes que lo desarrollaron, fue un primer espada de la física, pero el debate moral no debe ceder ante el avance científico.

Eso mismo carcomió a Oppenheimer durante años, ya que sus dudas al saberse responsable de la posible ‘destrucción del mundo' le hicieron cuestionar parte de lo realizado por sus logros. No es fácil la respuesta, pero es obvio que lo que se haga con el descubrimiento científico no es responsabilidad del descubridor. Un cuchillo sirve igual de bien para cortar comida como para asesinar. Lo mismo ocurre con la energía nuclear: tiene varias aplicaciones. La ética debe acompañarlas porque tener el poder de destruir el planeta o una ciudad entera no significa que deba hacerse. Eso lo aprendió el Prometeo del siglo XX, pero ¿pudo, y sobre todo, debió hacer otra cosa?