Cuando Virginia Feito (Madrid, 1988) enseñó el manuscrito de su primera novela, pedía «perdón» por si resultaba ser un fiasco. No solo se equivocó con el pronóstico, sino que la mismísima Elisabeth Moss compró los derechos para convertirla en una película y protagonizarla ella misma. Hablamos de La señora March (Lumen en castellano, La Campana en catalán), un debut insólito que ha convertido a Feito en todo un fenómeno. La autora participó este domingo en la última jornada del Festival Literatura Expandida a Magaluf (FLEM) junto a David Trueba en una conversación moderada por la cineasta mallorquina Marga Melià.
¿Ya ha digerido todo lo que está pasando con La señora March?
—Ahora he pasado a otra cosa: sobrevivir aquí. He llegado a este momento, he podido dejar una nómina en publicidad atrás para dedicarme a escribir, por ahora, pero quién sabe si el año que viene tengo que volver porque no me da. El primero ha salido fenomenal, pero no tienen por qué ser todos así. Ha sido tanta suerte uno, que parece un poco exagerado que el segundo vaya tan bien. No es ese tipo de carrera de un Stephen King o Gillian Flynn, que escriben unos libros muy concretos y buenísimos. Vivo acojonada. Antes vivía acojonada por ‘y si nunca escribo un libro', que este ha sido siempre mi sueño y mi misión en la vida, y ahora que ya lo he escrito es ‘y si no escribo un segundo'. Y sospecho que será así hasta que me muera.
¿Cree que el hecho de que la publicara originalmente en inglés ha influido en su éxito?
—Sí, pero no lo hice a propósito ni fue una estrategia para que llegara a más gente, aunque eso me parece muy noble. Al valorarte los americanos, el resto del mundo se interesa. Y es normal, porque son bastante duros, tienen un nivel y una exigencia muy alta. Igual se equivocaron justo con el mío, pero con el segundo libro...
¿Está trabajando ya en el segundo?
—Sí y llevo mucho tiempo con él. Me está costando y no está siendo como La señora March. Ahora ya hay un tono, una voz, un personaje establecido y yo pensé que podía hacer lo que me diera la gana y he escrito uno muy diferente, que ya veremos, porque se está editando y a lo mejor cuando esté editado me parece que he escrito La señora March otra vez. En principio está tardando mucho y creo que una de las razones es porque quizá es increíblemente diferente, como si lo hubiera escrito otra persona.
En la novela hay un brindis no por el último libro de George, que ha resultado ser un éxito, sino por el próximo, porque será muy difícil de superar. ¿Le ocurre lo mismo?
—Sí. La señora March ha ido muy bien, pero tampoco ha sido el bestseller número 1 del New York Times o Perdida, no tiene ese perfil. Pensaba que podría experimentar un poco con el segundo, pero me están informando de que no. Quizá fui con más ego, me sentí muy cómoda. Cuando entregué La señora March casi pedía perdón a la gente, porque pensaba que podía ser malo y vergonzoso. En cambio, con el segundo, fue un poco como ‘de nada'. Me vine arriba y me han bajado.
Es normal tener ego cuando le llama Elisabeth Moss porque quiere adaptar y protagonizar su novela en la gran pantalla...
—Tampoco es que me creyera tan maravillosa porque tengo una personalidad un poco excéntrica, muy neurótica, a lo Woody Allen. Siempre tengo miedo de hacerlo todo mal, pero sí que cuando entregué el manuscrito del segundo fue muy distinto a cuando entregué el de La señora March. Asumí una serie de cosas, que sería muy rápido y fácil, que había aprendido mucho y que, por lo tanto, podía liderar un poco esa operación y no fue así.
Debe ser duro escribir...
—Escribir en realidad es facilísimo y maravilloso. Lo que odio por encima de todo es revisar y editar. El trauma es tener que decidir qué se queda y qué no, saber qué funciona y qué no, qué notas coger y cuáles no… Soy una persona muy indecisa y siempre que tomo una decisión me arrepiento. Haga lo que haga. Mi marido dice que es mi lema: Virginia Feito, me arrepiento. Será mi epitafio cuando me muera. Espero que salga algo nuevo ya para no ser esa niña que escribe un libro y muchos años después se murió. Si tengo dos en el cajón. Ya soy como el de La gran belleza ya...
¿En qué medida se ha podido implicar en la adaptación?
—Me pidieron que me encargara del guion. Lo que pasa es que los tiempos de Hollywood son muy lentos ya de por sí. Ayer [por el sábado] lo estuve hablando con André Aciman y me quedé más tranquila porque me dijo que tardaron ocho o nueve años en hacer la película de Call me by your name. Así que no es solo mi caso, sino que es algo normal. Sé que nada se ha cancelado, que nadie se ha caído del proyecto, pero no sé si avanza.
¿Cómo asume trabajar en el guion?
—Estoy encantada. Desde muy pequeña siempre he leído guiones. Mi madre no me dejaba ver las películas para mayores de 18, así que leía los guiones. Con doce leí el de Pulp fiction o American beauty, que por cierto el guion estaba muy bien y luego la película decepcionante porque no era lo que yo había imaginado. Sin embargo, una parte de mí asume que eventualmente me dirán que no, que yo no me encargaré del guion y que todo era una broma.
Sí que es usted insegura...
—Es como angustia. He dicho en la misma entrevista que tengo mucho ego y que soy insegura, así que debo ser una persona muy perturbada. Así que el guion se supone que sí, que lo haré yo, pero ya veremos lo que pasará. Hollywood es otro animal, nunca se sabe lo que va a pasar.
La señora March lamentaba, antes del éxito de su marido, que escribir no da dinero. Pues resulta que sí, porque a su marido le pasa y a usted también…
—Puede pasar, pero no es algo común. Soy un milagro de la naturaleza. Y de momento. Yo voy año a año. Es un trabajo muy inestable en ese sentido, nunca sabes qué te va a traer el año, no sabes los ingresos que tendrás, es muy aleatorio. De hecho, contaba con que el segundo libro saldría este año y no está pasando.
¿Cómo se tomaría que alguien se inspirara en usted para un personaje literario?
—Si es para bien genial, pero si es para mal probablemente me haría bastante daño. Supongo que depende de quién lo hiciera y cómo. Si era una persona que parecía que no me lo esperaba o no veía venir, o no me lo había comentado, podría molestarme. No se trata de pedir permiso, porque es una putada porque no me gustaría decir que no y que esa persona no escribiera la obra por mi culpa.
Ha dicho que estaba casada. ¿Y si lo hiciera su marido, como ocurre en la novela?
—Creo que él me cuidaría mucho. De hecho, el problema mayor sería que se lo hiciera yo a él. Y si alguien tiene derecho a hacerlo sería él y, sobre todo, uno negativo por todo lo que ha aguantado. Hay que entender que muchas veces es una caricatura, una exageración. Es difícil enfadarse por ello, suele ser una versión lejana o una inspiración pequeña.
El conflicto que plantea no es que su marido se inspire en ella para el personaje más vulgar, el de una prostituta, sino que todo el mundo lo sepa menos ella y que se rían a sus espaldas.
—Es que se siente vulnerable, como si nadie la protegiera y no estuviera a salvo. Es bastante triste que se sienta así, la pobre. Es verdad que es una mujer que podría hablarlo. Hay gente que me lo dice, que podría sentarse y hablarlo con él. Pero es que ella nunca se sentaría y le diría que está muy dolida y por qué ha pasado esto. Y se niega rotundamente, tiene miedo a que se confirmen esos miedos tan grandes. Da pena, pero también frustra, porque yo creo que tiene oportunidades.
Es una mujer que puede resultar patética...
—Ese es precisamente su mayor miedo: ser patética. Él también cae muy mal en general y me sorprendió un poco porque yo lo perfilé como alguien distante, ambiguo a propósito porque siempre estamos con ella y no sabemos muy bien de qué pie cojea ese hombre. Se le ve un hombre ligeramente prepotente, pedante… Yo lo pinté un poco como ‘pobrecillo', que tiene esa loca en casa y no tiene ni idea de cómo es su mujer. Se cree que es otro tipo de persona. Tampoco él se esfuerza mucho por verlo, pero yo le veía más inocente de lo que me han hecho ver los lectores. Mi marido el primero, que estaba escandalizado por cómo este hombre es incapaz de hablar con su mujer y no sabe lo que tiene en casa.
Un matrimonio se construye de fuera para dentro, le dice su madre a la señora March. Es algo que resume la esencia de ella, pero también la de mucha gente y, tal vez, la de una época. ¿Estamos más preocupados por lo que piensen los demás de nosotros que de cómo somos y nos sentimos?
—No sé si eso ahora ocurre más, pero a mí me recuerda a los años 50, cuando la mujer tenía que estar en casa, con la lavadora y el pollo en el horno esperando a que el hombre llegara con su maletín, que este no supiera el color natural del pelo de su mujer o si ella se acuesta por las noches con los rulos puestos. Me parece que estamos recreando todo eso con los filtros e Instagram.
De hecho, usted no tiene perfil en redes sociales.
—Hay una pobre Virginia Feito en Instagram a la que no paran de etiquetar a cosas, pero no soy yo. No me apetece. Por un lado es la presión de qué creo, porque si tengo que crear una marca, pensar qué tipo de contenidos debo compartir o si puedo salirme con la mía y publicar solamente cosas de literatura, pero luego pensar y para qué lo hago. Sería capaz de estar dos horas pensando en si subir una foto. Me lo veo venir. No sé si es cobardía, pero no estoy dispuesta a enfrentarme a ello.
En esta época de redes sociales y 'postureo' se dice que solemos fingir más que nunca, pero en La señora March no las hay y también hay mucha fachada.
—No creo que ella tuviera Instagram, porque no podría con ello. Es una mujer que, para su edad, es bastante conservadora, porque si emulando a su madre, que sí era de otra época. Mente más cerrada y no creo que nunca llegara a expandirse a la tecnología si vivera en el día de hoy y seguiría haciendo cosas igual que se lo proponía su madre. Como decía, en los 50 era un poco eso, pero luego nos relajamos un poco con la revolución sexual y el feminismo a partir de los 60 y 70, pero ahora hemos vuelto a ello y con muchísima fuerza. Internet es el invento que más ha cambiado nuestra vida. De hecho, yo nací en el 88 y me siento más cercana a la generación de mis padres, de gente que nació en los 70, que no de las generaciones que vienen ahora.
Proviene del ámbito publicitario, un mundo que tiene esa fama de ser tan artificial y glamuroso. ¿Le ha servido para inspirarse?
—Tiene mala fama, pero no estoy necesariamente de acuerdo. Para empezar, la base es distinta: no es personal ni individual. Estamos construyendo una marca, pero todo el mundo lo sabe. Además, está muy regulado y, por ley, no te puedes inventar que un producto hace tal cosa. De hecho, es algo más honesto que no las redes sociales. En cuanto al glamur, por suerte o por desgracia no viví la publicidad de los 90, que me han comentado que era una barbaridad, con putas y cocaína. Se lleva peor fama de la que tiene. Al final es gente que está intentando contarte una historia entretenida y puede ser un arte en sí, aunque no siempre. De hecho, yo pensaba que ocurría demasiadas pocas veces y por eso y quería aportar. Hay anuncios que son mejores que muchas películas. Pienso en el de Apple, en blanco y negro, Think different, muchos de Jonathan Glazer o todos los que ha dirigido Juan Cabral.
Entonces ya no hay tanto glamur.
—Creo que no. A veces lo echo de menos. Los encuentros literarios suelen ser más serios, pomposos, con gente muy mayor y consolidada que habla de cosas muy cultas y profundas. Por eso me gusta tanto el FLEM, porque no es nada de eso. Cuando vuelvo a festivales de publicidad me doy cuenta de que lo echo de menos, porque los publicistas son tremendamente graciosos e ingeniosos, son muy salados.
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