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A todos nos debe interesar el crecimiento para conseguir un nivel de renta decente. Si además vivimos en un país que tiene unos gastos superiores a los ingresos, endeudado, con problemas demográficos y un paro superior al 20%, el crecimiento sostenido se convierte en el umbral que separa el progreso de la decadencia.

Este contexto interno de necesidad y dificultad se complementa con nuestra pertenencia a un espacio geopolítico en el que se navega entre el estancamiento y el crecimiento débil.

En la economía mundial, el crecimiento sostenido apareció principalmente en Europa y EEUU, con una productividad apoyada en ideas e innovaciones. El vapor, el telar y el tren en la primera revolución industrial (1770/1830). La segunda (1870/1897): electricidad, automóviles, saneamiento, química, petróleo, teléfono etc. Finalmente en la tercera, de la segunda mitad del siglo pasado hasta nuestros días: microelectrónica, ordenadores, internet, telefonía móvil y las tecnologías de la información en general.

Las aportaciones esenciales de cada época han dado lugar a innumerables aplicaciones, más innovaciones y procesos de fabricación que han incrementado la productividad, además de ser motores del desarrollo.

Sin embargo no podemos olvidar que el crecimiento generado por la segunda revolución industrial es mucho mayor que el derivado de la tercera. Nos hemos de plantear lo que podemos hacer para aprovechar las posibilidades de la revolución digital. Conviene conocerlas.

Las innovaciones digitales han trastocado la organización de la producción, alterado y dividido el mundo del trabajo en una escala nunca vista desde hace más de un siglo. La riqueza que genera afecta específicamente a los más capacitados, abre brecha en los ingresos en función de la calificación y está por ver que creará empleo suficiente para compensar lo que se ha destruido. De momento la transformación digital está complicando la senda de incorporación de los trabajadores de los niveles inferiores al crecimiento.

Estos desequilibrios aumentan la desigualdad o la sensación, entre los afectados, de no percibir las mejoras del crecimiento. Ni una cosa ni otra se arreglan con más impuestos. Hay caminos experimentados con éxito. Mejorando la productividad de los menos cualificados o su capacitación; formando o reciclando a la fuerza laboral afectada por el cambio, y más críticamente a los jóvenes, para que puedan trabajar en la nueva economía del conocimiento. Objetivo que no se conseguirá mientras los responsables potenciales del cambio hayan sido formados y encumbrados por el actual sistema educativo español.

En un reciente artículo publicado en este semanario se exponía que la mejora de la productividad debía preocuparnos, sin concretar que había sido decepcionante en los últimos años y sin citar los problemas derivados del envejecimiento de la población. En el informe Mckinsey citado se sostiene que hay buenas razones para ser optimistas.

Pasado un período de asimilación, la revolución TIC se está retroalimentando en lo que parecían tecnologías de gestión maduras, ajustes de producción, cadena de suministros, gestión de proyectos, finanzas, etc., que permiten verificar que los avances tecnológicos aumentan la productividad después de un período de gestación.

Tenemos que prepararnos para la cuarta revolución industrial. Podemos ser más productivos con los nuevos materiales, con el reciclaje; también con los compuestos de fibras de carbono, utilización de impresoras 3D, uso de materiales virtuales; con los avances en la utilización de sensores y la computación en la nube que permite, a las pequeñas empresas, disponer de una capacidad de tratamiento de la información, anteriormente solo al alcance de las grandes. La productividad evolucionará en función de los algoritmos, elaborados por personas con conocimiento e ideas.

En definitiva, al hacer más con menos, con innovación, se puede ser competitivo, básico para crecer, fundamental para el empleo y el mantenimiento del estado de bienestar.