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El pasado día 23 de abril tuve la oportunidad de participar en las Jornadas de debate: Presente y futuro de nuestro turismo, organizadas en Mallorca, por parte del Ateneu Pere Mascaró y la Fundació Emili Darder.

Uno de los elementos que sopesé positivamente a la hora de participar fue el hecho que, en unas Jornadas sobre turismo desarrolladas en Mallorca, se considerara importante conocer la realidad menorquina. Sin duda, un aspecto capital si se tiene en cuenta que cada una de las islas que conforman el archipiélago balear presenta características muy divergentes en el ámbito turístico. En consecuencia, soy de la firme convicción que los menorquines debemos aprovechar toda oportunidad que se nos presente de hacernos escuchar en la capital balear: realidades diferentes deben ser tratadas con las políticas público-privadas correspondientes y adaptadas al propio entorno. Tampoco debe omitirse la investigación académica de rigor científico y objetivo, así como las necesarias complicidades público-privadas.

Sobre esta premisa, consideré conveniente presentar el análisis y las conclusiones del trabajo ‘El model turístic menorquí: mite o realitat (1960-2015)’ en estas Jornadas, coincidentes, además, con el festejo del Día del Libro. Y, en efecto, no me equivocaba. A parte de exponer el propio estudio, determinadas cuestiones cavilaron con mayor fuerza, si cabe, en mi raciocinio. Escuchar, en las Jornadas, cómo los mallorquines exponían su necesidad de desestacionalizar su actividad turística me pareció, como mínimo, chocante. No porque piense que no tengan razón o porque trivialice su necesidad; nada más lejos. La cuestión clave que golpeó, de inmediato, mi intelecto fue: si Mallorca sufre una problemática de estacionalidad, ¿cómo podemos calificar la más que elevada y acuciante estacionalidad que padece Menorca?

Incuestionable es la recesión en competitividad experimentada por el sector turístico menorquín a lo largo de la última década, frente a los destinos del Mediterráneo que ofrecen un producto turístico de sol y playa poco divergente del nuestro.

Por consiguiente, es imperioso que Menorca defina, sin demora y sin equívoco, su actividad turística. Un cometido arduo y complicado pero indispensable si se quiere avanzar hacia el tan anhelado producto turístico diferenciado y de calidad. Tarea que, tal y como expuse el pasado día 23 en las Jornadas de debate desarrolladas en Mallorca, obliga inexcusablemente a una mayor coordinación y colaboración público-privada, dado que la creación de una marca, de un destino y producto turístico diferenciados requieren de buenas iniciativas, mayores esfuerzos y elevadas dosis de perseverancia, así como una adecuada estrategia de comunicación y marketing, desarrollada desde todos los ámbitos, consistente y coherente en el largo plazo. Y es imperativo porque resulta estéril disponer de un producto con elevado valor añadido sino se es capaz de transmitir, de forma eficaz y contundente, sus atributos y aspectos diferenciadores a su target o público objetivo.

En definitiva, es preceptivo y categórico posicionar la marca Menorca en el mercado global. El trabajo a realizar es mayúsculo y la conjunción y coordinación de políticas público-privadas, ineludible. Todos los agentes económicos tienen que trabajar en sintonía con el objetivo común de posicionar la marca Menorca, genuina y diferenciada. Esto es una realidad que, a estas alturas, nadie puede obviar.